jueves, 4 de agosto de 2011

El lecho de muerte


Observamos su respiración a través de la noche,
Su aliento suave y apagado,
Mientras el mar de la vida, agotado,
En su pecho se mecía sin descanso.

Tan silenciosamente parecíamos hablar,
¡Tan furtivos nos trasladábamos!
Mientras toda nuestra atención volcábamos
A estirar su vida por un rato.

Y esa misma esperanza refutó nuestros miedos,
Miedos refutados por nuestra esperanza,
Pensamos que moría al dormir
Y que dormía cuando estaba muerta.

Débil y triste el alba comenzó a aparecer,
Helándonos con su rocío cerrado,
Sus ojos tranquilos por fin descansaron,
Despertando a otro amanecer.

jueves, 10 de junio de 2010

La Rosa


Como tratar a una rosa.
Juan se sentía solo, volvía a su departamento, y el silencio era el único que lo esperaba. Juan estaba triste, Juan estaba solo, muy solo. Y Juan tuvo una brillante idea:
- Compañía, eso lo que necesito, compañía. Y alegre se puso a pensar que tipo de compañía.
De chico le habían dicho que lo ideal para compañía era una rosa. También le habían advertido que las rosas tenían espinas y que si uno no era cuidadoso, en vez de disfrutar el placer de mirarlas, tocarlas y oler el perfume que emitían, podían terminar lamentándose todo el día de que la rosa era mala, que cada vez que uno se acercaba lo pinchaba a propósito con sus espinas, y otras tantas advertencias del mismo género.

Pero para Juan el riesgo valía la pena. Quería una rosa y salió a buscarla. Y cuando uno busca mucho siempre encuentra lo que busca.
Así Juan salió decidido a la calle y, oh casualidad, a la vuelta de la oficina donde trabajaba la vio, estaba ahí delante de sus ojos, como había estado ella durante meses esperándolo y mirándolo cada vez que él pasaba, pero nunca se habían cruzado miradas. Pero esta vez Juan estaba decidido a ser feliz y se acerco directamente a ella, tan directamente que la hizo temblar.
Juan la miró, y quedó totalmente embriagado y envuelto por su perfume. Juan estaba enamorado. Luego de un rato de pleno éxtasis Juan se decidió. Dio media vuelta y encaró al padre de la dama.
- ¿Cuánto cuesta?, preguntó con voz firme.
- Veinte pesos, contestó el Vendedor de Flores, sorprendido por la pregunta tan imprevista, pues ni siquiera le había dicho buen día, y agregó ya recompuesto.
- Con diez pesos más se lleva esta maceta hermosa, señalando una roja de cerámica.
A los pocos minutos Juan salía feliz del negocio con María, pues así le había puesto de nombre a la rosa. María salió alegre a la calle, en los brazos de Juan y vestida con su hermoso vestido de maceta roja.

Juan llegó a su casa, puso a María en el mejor lugar, donde podía recibir la luz de la mañana, luego guardó el comprobante de compra de la rosa y finalmente se sentó a su lado. El resto de la tarde se deleitó mirándola y sintiéndola.
Los primeros días fueron realmente una "Luna de Miel".
A la noche Juan se llevaba a María al dormitorio para tenerla al alcance de su mano.
La luna de miel entre ellos duró poco.
Una noche Juan entre sueños acercó su mano para acariciar a María y de pronto el dolor intenso y una gota de sangre salió de su dedo índice. María, con sus espinas lo había lastimado. Juan sintió que el dolor pasaba pero volvieron a su mente las advertencias: cuidado con las rosas, cuando tu quieres brindarles amor ellas te lastiman intencionalmente con sus espinas.

Al día siguiente Juan se olvidó de ponerle agua en la maceta a la Rosa, también se olvidó de ponerla al sol, y así hizo los siguientes tres días.
Fue el sábado que Juan al entrar al dormitorio la vio.
María estaba triste, sus pétalos que antes eran hermosos, estaban caídos sobre la mesita de luz.
Su tierra reseca.
Juan sorprendido por la actitud de María, buscó la factura de compra, pues tenía anotado en teléfono del negocio de plantas y llamó para reclamar.
- ¿Qué problema tiene con la planta que le vendí? preguntó el vendedor.
-¿Qué no la riega, ni la pone al sol desde hace tres días? preguntó el vendedor indignado.
Juan cortó, medio disculpándose por su ignorancia y se puso a regar a la rosa, pero no podía evitar recordar con bronca lo que ella le había hecho: lo había lastimado cuando el se acercó, y seguramente lo había hecho con intención.
Y comenzó a regarla hasta inundarla de agua, mientras pensaba...
- Voy a inundarla bien, así no la riego por siete días.
- Voy a dejarla al sol así no necesito moverla.
Y luego Juan se fue a hacer otras cosas, sus cosas, las que eran realmente importantes para él.
Y María siguió perdiendo pétalos. Ya no emitía ningún perfume, ya no sentía la energía y la palabra de Juan, y María se dejaba morir.

Pasaron otros tres días y Juan fue a un cine solo. Durante la película vio una escena que lo conmovió, y de pronto apareció la imagen de María ante sus ojos con sus pétalos caídos. Juan sintió en el fondo de su ser que María se moría de pena, y se dio cuenta que la amaba, que extrañaba sus formas, su tersura, su perfume, y Juan salió a las corridas del cine y volvió a su casa.
Encontró a María desfalleciente, la tomó entre sus brazos, le sacó el agua en exceso de la maceta, y le habló del amor que le tenía, durante toda la noche. A la mañana la puso al sol, le agregó un poco de fertilizante, y así la cuidó en su convalecencia que duró casi un mes.

Al mes María estaba radiante y enamorada como siempre.
Y ese día Juan tomó el comprobante de compra y rompiéndolo en mil pedacitos le dijo a María
- Alguna vez creí, equivocadamente, que porque te había comprado y puesto el comprobante de compra bajo la maceta podía decirte - " soy tu dueño, y no te riego".
- Hoy me doy cuenta que nuestra relación se sustenta en cambio en el amor diario que nos podamos dar, en que yo te riegue todos los días con mi amor, mientras tu me llenas con tu hermoso perfume, tu tersura, tu compañía y y tu hermoso perfume.
Que todos los cuidados que yo te haya dispensado en el pasado, vivirán siempre como un maravilloso recuerdo, pero que no son suficientes para el día de hoy.
Y que a partir del día de hoy, para poder disfrutarte te seguiré regando día tras día.
Y además tendré presente que si me encuentro con tus espinas puede ser, que parte de la culpa sea mía por no saber acercarme a ti.

lunes, 17 de mayo de 2010

Besos


Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero...? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenaron sé de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos... vibró un beso,
y qué viste después...? Sangre en mis labios.

Yo te enseñe a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.

domingo, 16 de mayo de 2010

El deseo de ti


Cuando me invade el deseo, pienso en ti, y me imagino lo que estaría haciéndote en ese momento... No tienes ni la más remota idea de todo lo que me imagino contigo y entonces el deseo crece más y mas en mi interior...

Mi saliva vestirá tu piel desnuda;

Mis manos dibujarán como un Da´Vinci tu cuerpo delineando paso a paso con la punta de mis dedos y mas tarde con mi húmeda lengua;

Mis caderas bailarán en su fiesta privada con las tuyas y un solo gemido brotará de tu garganta y de la mía... Y el deseo sigue creciendo, ahora tu piel como un abrigo cubrirá la mía y otra vez tu lengua será el cincel de mi tibio cuerpo y de nuevo llegaremos al jardín del deseo... Y esta vez nuestro gemido estremecerá a la tierra y despertará el instinto mas primitivo de los vecinos...

Así es mi deseo por ti;

No tienes ni la más remota idea de todo lo que pasa por mi mente cuando el deseo por ti, crece dentro de mi...

sábado, 15 de mayo de 2010

El Amor y Desamor (?


El amor hace que las personas se vuelvan tontas si saben a lo que me refiero. El amor hace que uno haga cosas que alguien jamás pensaría en hacer. El amor hace que uno tenga ideas locas o insólitas que lo hagan ver a uno como uno vil idiota. El amor es feliz y alegre mientras dure, pero cuando se acaba duele.

El amor cuando se acaba hace que la persona que ha sufrido el desamor desee morir sin importar nada mas, solo quiere morir como el amor que ya ha dejado atrás. El amor causa muerte. El amor causa ira. El amor causa engaño, decepción y tristeza. El amor simplemente duele.

Pero si nos ponemos a pensar también nos daremos cuenta que el amor hace familias.

El amor hace parejas felices. Hace que los enamorados vayan con una sonrisa cercana a la psicosis, ramos de rosas y chocolates a las puertas de sus amores sin siquiera saber si van hacer aceptados. El amor hace parejas felices. El amor causa vida. Y, pero ¿El amor que mas hace? El amor nunca es para siempre. El amor hace estos pensamientos tristes. El amor causa locura. Entonces respóndanse: ¿Por qué lo apreciamos tanto? ¿Por que lo valorizamos tanto?

viernes, 14 de mayo de 2010

Hojas Marchitas


Las rosas en sus troncos se secaron,
los lirios blancos en su tallo erguidos
se secáron también,
y airado el viento arrebató sus hojas,
arrebató sus hojas perfumadas
que nunca más veré.

Otras rosas después y otros jardines
con lirios blancos en su tallo erguidos
he visto florecer;
más ya cansados de llorar mis ojos,
en vez de llanto en ellos, derramaron
gotas de amarga hiel.

jueves, 13 de mayo de 2010

El gato negro



Unos doscientos escalones tenía yo que subir para llegar a la primera plataforma de la torre. Las golondrinas que anidaban en el verano debajo de los canalones de piedra entre el musgo y la parietaria, no se asustaban con mi presencia; sabían que de mí nada podían temer. Por las tardes, poco antes de tocar el Ave María, cuando el sol llegaba a su ocaso, me asomaba a una de las ventanas para contemplar el magnífico panorama que a mi vista se presentaba, el cual siempre era nuevo para mí, aun cuando le viera todas las tardes.

En efecto, la puesta del sol, ya se contemple cien años seguidos desde un mismo sitio, siempre ofrece un espectáculo distinto cada vez, aumentando sus encantos y su magia. Las tintas varían a menudo; las sombras presentan cada instante un nuevo aspecto, y el colorido se engalana siempre con mil tonos inesperados, debidos al fecundo pincel de la naturaleza. Luego este poético cuadro se completa llenándose más y más de armonía con el ruido de la brisa entre los árboles del bosque, las voces de los campesinos, el cencerro de los ganados, el murmullo del río, el aroma acre de la selva, y cerrando tan sublime conjunto, como la última nota en una frase musical, la campana que dobla en la torre, cuyo sonido se prolonga agradablemente en el espacio hasta perderse del todo.

A mi izquierda se levantaban desiguales las casas del pueblo, con sus tejas encarnadas y sus techos de pizarra, coronadas con el ramaje de los tilos y enebros, que se elevaban por encima de las tapias de los huertos, formando un pequeño laberinto de calles y encrucijadas hasta perderse en el lindero del bosque, donde solo se veían ya medio ocultas en la espesura algunas chozas de blancas paredes, como las primaras avanzadas de un ejército. A la derecha el río, de espumosa corriente, cortando una pradera de huertos y sembrados, tapizadas sus orillas de verdes cañas y sauces llorones, por entre la yerba, y allá a lo lejos, en el horizonte, las primeras casas de la aldea donde habitaba Marcelina.

Por eso subía yo a la torre y contemplaba absorto aquel espectáculo; por eso esperaba que llegase la noche con su manto de tinieblas para ver si brillaba la luz que me llamaba junto a mi amada. Pero ya habían pasado muchas noches y la luz no brillaba; la ventana de su aposento permanecía muda y la esperada señal no aparecía.

¿Me habrá olvidado Marcelina?
¡Olvidar!...¿Qué significa esta palabra para un corazón de dieciocho años que solo ha palpitado ante la pintada corola de una flor, que no ha sentido otra emoción. ¿Puede uno olvidar lo que ama? ¿Y si Marcelina me ardora, por qué me ha de olvidar? Pero entonces, ¿por qué no me llama? Yo iría a verla; me acercaría muy quedito junto a la tapia del huerto, y esperaría allí toda la noche para verla... para sentir sus lágrimas si llora... su risa si está contenta; sí, sí, vamos... bajemos de la torre; ya ha sonado el toque de ánimas...

¡Pero Dios mío! ¡si sale y me ve su gato negro! ¡Bah!... un gato... ¿a un gato tenéis miedo? Sí, Lulú, con su piel negra y lustrosa, sus ojazos siempre abiertos que brillan en la oscuridad como dos fúnebres antorchas, y sus enormes garras, me infunden pavor.

Cuando me mira con fijeza y le veo enseñarme sus blancos dientes y azotarse los hijares con su cola, me estremezco a mi pesar, y un frío glacial penetra hasta la médula de mis huesos. Y sin embargo, dicen que Lulú es todo un gato honrado, tanto como puede serlo un animal de su especie... pero y desconfío de su benévola sonrisa que le hace erizar el bigote y enseñar los dientes de una manera terrible. Lulú es todo lo acomodado y feliz que puede desear; ni aun tengo la esperanza de que se muera de hambre.

Morirse no... pero yo puedo matarle, y matarle impunemente, porque en el código no hay ningún artículo que castigue al que priva a un gato de su existencia; quizá no está previsto este caso por la ley, como tampoco lo estaba el parricidio en la legislación romana. ¡Matar a Lulú!

Este pensamiento se había apoderado de mí de tal modo que no me abandonaba nunca. Porque lulú se oponía a mi boda con Marcelina, y esto era atacar directamente a mi felicidad, a la felicidad de un ser inofensivo y pacífico que en su vida había soñado con matar un mosquito. ¡Y por Dios que era inconcebible! ¡Hasta qué punto dependía mi dicha de la vida de un gato! ¿Y qué tenía que ver semejante animal con mi boda? Tal proceder me ponía furioso; aquello era ridículo hasta la insensatez, y el nombre de Lulú llegó a ser mi constante y aterradora pesadilla. Por eso el pensamiento de su muerte se ligó de tal modo a mis ocupaciones diarias, que llegó a ser en mí una necesidad. Mientras veía a Marcelina, aunque de tarde en tarde, la idea del asesinato no me punzaba tanto en el alma; pero así que dejé de verla sólo pensé en llevarle a cabo.

-¡Ah pícaro animal, infame gato! Decía entre mí, ¿quieres prohibirme también que hable a mi querida Marcelina? Esto es decir que deseas mi muerte como yo la tuya... pues, bien, nos veremos.

Y procuraba aturdirme a mí mismo con una especie de agitación febril, con un fingido valor que no sentía, y que desaparecía tan luego como por casualidad me encontraba a Lulú en el lindero del bosque, cuando el horrible animal salía a dar su paseo después de comer. Entonces él me miraba y se sonreía al pasar como si hubiese adivinado mi pensamiento y quisiera probarme que ningún temor le infundían mis tentativas de asesinato. Yo también le miraba de reojo y palidecía al contemplar su entornada pupila, que tenía en aquel instante una expresión sarcástica y mordaz.

¡Ahí no le mataría nunca! En mi interior luchaban terriblemente sensaciones distintas: el miedo y el odio a Lulú. Mientras el gato viviese, yo no podía abrigar ninguna esperanza acerca de mi matrimonio, y por otra parte, el animal disfrutaba una apariencia desconsoladora de longevidad. Aquella lucha continua que agitaba mi espíritu llegó a influir desgraciadamente en mi individuo. No comía, padecía vértigos horribles, y mi sueño era agitado e intranquilo: todo el pueblo en fin, llegó a apercibirse de mi estado; me creían loco, porque en medio de mi trabajo pronunciaba palabras incoherentes y prorrumpía en grandes carcajadas o palidecía de espanto, según iba obrando mi pensamiento al acercarse más o menos a las probabilidades de asesinato.

La vista de un gato me ponía en un estado lamentable, y experimentaba una conmoción eléctrica cuando oía sus maullidos. Hasta entonces no llegué a comprender en su mayor intensidad las angustias y sobresaltos de un ratón, la estrategia del queso y el tocino. ¿Qué era yo más que un ratón perseguido por un gato? Todo esto impulsaba a mi pensamiento al asesinato. Una circunstancia insignificante e inesperada acabó de completar mi coraje y llegó a infundirme algún valor. Ya he dicho que debajo de los canalones de la torre anidaban por el verano muchas golondrinas, que como me conocían ya y eran mis amigas, no se asustaban al verme. Una tarde al entrar yo en la plataforma según mi costumbre, noté que todos aquellos pobres animales echaron a volar de pronto sin motivo aparente. Aquello era extraño.

¡Huir de mí las golondrinas! ¡Dios mío! No sabía qué pensar de semejante acontecimiento, y aun llegué a imaginar después de un instante, si ellas, enemigas como yo de los gatos, afeaban mi falta de resolución en librarme de Lulú, apartándose de mi lado. Me entristecí al creer probable semejante conducta, y entrando en la plataforma me dirigía a la ventana para contemplar sus nidos vacíos, cuando un espectáculo sangriento me dejó mudo de indignación. Un enorme gato dorado y ceniciento con manchas negras, se engullía tranquilamente una infeliz golondrina, fruto de su rapiña y crueldad. Al verme se detuvo, fijó en mí sus ojos tranquilos y serenos, relamiéndose el ensangrentado bigote como si me dijera; “está sabrosa.” Infame gato. Me precipité sobre él y le arrojé a la plaza desde lo alto de la torre. El ruido que hizo al caer en tierra hiró dulcemente mi oído al acordarme de Lulú.

-¡Oh! decía, ¡si hubiese ocupado el lugar de este miserable! ¡Si guiado de su apetito viniese también a la torre a caza de golondrinas! Es preciso tenderle un lazo, excitar su gula... pero ¿cómo y con qué? Si le escribo, porque Lulú era un gato bien educado y sabía leer, conocerá mi letra... ¡qué hacer Dios mío!

Un día estaba yo en la puerta de la iglesia pensando en mi pobre Marcelina; era un hermoso día de julio, un sábado... las gallinas con sus polluelos venían escarbando la tierra a picotear mis pies, y mi perro las miraba con indiferencia. De pronto sentí un escalofrió, levanté la cabeza y vi a Lulú que con su paso ordinario y su sonrisa burlona se dirigía hacia mí, mirando de cuando en cuando a la plataforma de la torre. Al verle me levanté para volverle la espalda, pero él me detuvo por un bazo con su asquerosa zarpa.

-Señor Adriano, me dijo con dulce maullido, tendréis la bondad de conducirme a la torre donde se ha refugiado mi canario al escaparse de la jaula.
-¡Cómo! Dije yo balbuceando, vuestro canario...
-Sí, está en el canalón; mirad desde aquí cómo reluce su hermoso plumaje herido por el sol. ¿Queréis que subamos?

Yo por toda contestación abrí la puertecilla y subí seguido de Lulú... ¡Dios mío! ¡Iba a encontrarme en la plataforma solo con él! Me acordé de Cuasimodo y del gato ceniciento, a quien había arrojado desde allí el día anterior.

-¡Tunante, infame canario! Iba diciendo Lulú por la escalera, jadeando ya como un gato poco acostumbrado a trepar.

Yo me sonreía de satisfacción. Bendito animal, decía entre mí, tú me proporcionas mi venganza, porque yo estaba decidido a todo, y en la palidez de mi rostro, en el tono de mi voz, y en la expresión de mis ojos, debía haber conocido Lulú el pensamiento de muerte que vagaba por mi imaginación, tomando fuerza y pidiendo resolución al mismo miedo. Pero el gato se volvió estúpido sin duda cuando nada sospechó en aquel momento.

-Ya hemos llegado, le dije asomándome a la ventana y mostrándole el canario que en la punta del canalón permanecía tranquilo sin sentirnos.
-Y bien, tened la bondad de salir al tejado, me dijo enseñándome una moneda.
-Imposible, señor Lulú, la extraordinaria elevación me produce vértigos, y estoy muy débil a causa de mis padecimientos.

Y Lulú, sin sospechar nada, se encaramó en la ventana y salió al tejado. Lo que yo sentí en aquel instante es incalificable. Cuando vi al zorro del gato pisar la pizarra con cautela y adelantar su mano hacia el extremo del canalón donde le esperaba el canario, sentí una especie de contracción nerviosa; las sienes se agitaban con la trepidación de la sangre; me zumbaban los oídos como si tuviese calentura; mi lengua seca se me pegaba al paladar, y únicamente mis ojos se entornaban reconcentrando la luz en un punto negro que tenía delante. La impunidad y el odio vencieron al miedo, impulsando mi mano sobre Lulú, quien al sentirse desprendido de su punto de apoyo y atravesando el espacio, me dirigió una penetrante mirada y dio un bufido que sería sin duda una maldición.

Después, un ruido seco y terrible se dejó oír... era el miserable gato que se rompía los huesos en los guijarros de la plaza.

-¡Marcelina, Marcelina! -Grité yo con entusiasmo, y caí en el suelo desmayado de alegría...
Cuando volví en mí estaba en un calabozo; una habitación de húmeda y negras paredes con una ventana enrejada que daba sobre la plaza; desde allí veía la torre de donde había arrojado a Lulú.
¿Pero por qué estaba yo encerrado?

Al anochecer entró el carcelero que era un hombre alto y seco como una espica, con su gorro de lana y un farol. Le pregunté con extrañeza lo que significaba aquello, y él, mirándome con aire estúpido, me dijo que si estaba preparado.

-¿Preparado a qué?
-A morir, me contestó el hombre esqueleto con la misma tranquilidad que pudiera haber empleado para ponerme en libertad.
-¡Morir! Dije yo sin acabar de comprender; pero, ¿por qué voy a morir?
-¡Bah! ¿No os acordáis ya de vuestro crimen, u os habéis vuelto loco?
-¡Cómo! ¡criminal yo!... ¡Ah, quisiera saber cómo es eso!
-¿Y el compadre Lulú?
-¡Diantre! ¿Y vos llamáis compadre a un gato?
-Cuando digo que está loco, murmuró el carcelero dando dos vueltas a la llave y alejándose por el corredor.

Yo me quedé estupefacto. ¡Gran Dios! ¡morir por haber matado a un gato! ¿Constituye un crimen tal acción? Es imposible. ¿Pues qué no sabía yo bien la legislación de mi país? ¿No he visto yo a los muchachos del pueblo cazar con lazo a multitud de gatos y ahorcarlos de un árbol por haberse engullido un pájaro? ¿No maté yo mismo al gato ceniciento que devoró a mi golondrina, sin que dicha muerte tuviese otra consecuencia que un individuo menos en la especie? Repito que es imposible... A no ser que las consideraciones de que Lulú gozaba en el pueblo le colocasen en otra esfera... ¿Pero dejaría por eso de ser un gato aun cuando tuviese viñas y olivares de su pertenencia, y no se dedicase a cazar ratones? Yo quise hablar, y hablé, en efecto con un joven abogado que gozaba de una gran reputación en el país; le hice que me mostrase una ley que así privaba de la existencia por una acción que el jurisconsulto más pertinaz y recalcitrante no osaría en clasificar de crimen; y por último, le manifesté mi resolución en apelar de una sentencia que yo consideraba tan injusta como ridícula; pero é con una erudición que me dejó aturdido y que yo estaba muy lejos de sospechar en un aire asimplado y bonachón, me probó la indulgencia del tribunal, que sólo se había contentado con imponerme la muerte, siendo mi crimen tan espantoso. Me habló de las Partidas y del Digesto de los romanos, de la antigua civilización asiática, de la destrucción de Sodoma Y Herculano, desenvolviendo una teoría enteramente nueva sobre las consideraciones que se deben a todos los gatos en general y a algunos en particular, apoyando sus razones con mil notas históricas y juiciosas observaciones sobre las necesidades de las sociedades modernas, deduciendo yo de todo aquello que aun tenía que manifestarme agradecido al tribunal por la templanza de su sentencia, y las consideraciones que me había guardado al enseñarme en el umbral de la muerte muchas cosas de que podía haberme aprovechado, a no haber sido tan ignorante.

Yo no comprendía nada de aquello y miraba al leguleyo con aire espantado. Aquel hombre decía cosas verdaderamente extraordinarias. Figuraos cuál sería mi asombro al oírle afirmar muy formalmente que Lulú era tutor de Marcelina. En poco estuvo el que soltase una carcajada.

¡Un gato tutor de una doncella! Esto era superior a todas mis ideas sobre semejante raza.

Di las gracias al joven, y quedé solo en el calabozo reflexionando sobre todo cuanto acababa de oír; pero lo que más me horrorizaba era la idea de morir tan pronto, cuando al libertarme de Lulú había creído asegurar mi felicidad. ¿Sería posible lo que aquel hombre había dicho, y estaría yo loco efectivamente?

Ello es que dentro de muy pocas horas iba a cumplirse la caritativa sentencia del tribunal, vengando con mi vida un atentado hecho a las prerrogativas de los gatos en el individuo Lulú. Todo estaba listo: aquella noche me había desvelado, además de mis lúgubres pensamientos, varios golpes y martillazos que se oían en la plaza. Eran los criados del verdugo que preparaban el tablado. Amaneció por fin, y yo salí de mi prisión con gran acompañamiento. La vida de un hombre iba a extinguirse cuando asomaban los primeros rayos del sol... ¡un bello sol de estío!

El contraste no podía ser más terrible. La plaza estaba llena de una multitud ansiosa de contemplar mi último gesto, el estertor y la agonía. Todas las miradas se fijaban en mi rostro, miradas estúpidas, casi sangrientas y despiadadas como buitres hambrientos que esperaban un opíparo festín. Mis pies hacían rechinar ya la fatal escalera; todo estaba pronto; el asqueroso cordel oprimía mi garganta, y... cosa rara: anochecía ya.

Algunas estrellas aparecían en el firmamento, y la luna asomaba su disco en el horizonte. ¡Dios mío! ¿qué luz es aquella que brilla entre los árboles del bosque? Es la señal misteriosa tanto tiempo esperada. Marcelina me llama, corro a su encuentro. Ya empieza el día eterno de nuestra unión... Partamos, Marcelina, la misión del verdugo ha terminado.