jueves, 10 de junio de 2010

La Rosa


Como tratar a una rosa.
Juan se sentía solo, volvía a su departamento, y el silencio era el único que lo esperaba. Juan estaba triste, Juan estaba solo, muy solo. Y Juan tuvo una brillante idea:
- Compañía, eso lo que necesito, compañía. Y alegre se puso a pensar que tipo de compañía.
De chico le habían dicho que lo ideal para compañía era una rosa. También le habían advertido que las rosas tenían espinas y que si uno no era cuidadoso, en vez de disfrutar el placer de mirarlas, tocarlas y oler el perfume que emitían, podían terminar lamentándose todo el día de que la rosa era mala, que cada vez que uno se acercaba lo pinchaba a propósito con sus espinas, y otras tantas advertencias del mismo género.

Pero para Juan el riesgo valía la pena. Quería una rosa y salió a buscarla. Y cuando uno busca mucho siempre encuentra lo que busca.
Así Juan salió decidido a la calle y, oh casualidad, a la vuelta de la oficina donde trabajaba la vio, estaba ahí delante de sus ojos, como había estado ella durante meses esperándolo y mirándolo cada vez que él pasaba, pero nunca se habían cruzado miradas. Pero esta vez Juan estaba decidido a ser feliz y se acerco directamente a ella, tan directamente que la hizo temblar.
Juan la miró, y quedó totalmente embriagado y envuelto por su perfume. Juan estaba enamorado. Luego de un rato de pleno éxtasis Juan se decidió. Dio media vuelta y encaró al padre de la dama.
- ¿Cuánto cuesta?, preguntó con voz firme.
- Veinte pesos, contestó el Vendedor de Flores, sorprendido por la pregunta tan imprevista, pues ni siquiera le había dicho buen día, y agregó ya recompuesto.
- Con diez pesos más se lleva esta maceta hermosa, señalando una roja de cerámica.
A los pocos minutos Juan salía feliz del negocio con María, pues así le había puesto de nombre a la rosa. María salió alegre a la calle, en los brazos de Juan y vestida con su hermoso vestido de maceta roja.

Juan llegó a su casa, puso a María en el mejor lugar, donde podía recibir la luz de la mañana, luego guardó el comprobante de compra de la rosa y finalmente se sentó a su lado. El resto de la tarde se deleitó mirándola y sintiéndola.
Los primeros días fueron realmente una "Luna de Miel".
A la noche Juan se llevaba a María al dormitorio para tenerla al alcance de su mano.
La luna de miel entre ellos duró poco.
Una noche Juan entre sueños acercó su mano para acariciar a María y de pronto el dolor intenso y una gota de sangre salió de su dedo índice. María, con sus espinas lo había lastimado. Juan sintió que el dolor pasaba pero volvieron a su mente las advertencias: cuidado con las rosas, cuando tu quieres brindarles amor ellas te lastiman intencionalmente con sus espinas.

Al día siguiente Juan se olvidó de ponerle agua en la maceta a la Rosa, también se olvidó de ponerla al sol, y así hizo los siguientes tres días.
Fue el sábado que Juan al entrar al dormitorio la vio.
María estaba triste, sus pétalos que antes eran hermosos, estaban caídos sobre la mesita de luz.
Su tierra reseca.
Juan sorprendido por la actitud de María, buscó la factura de compra, pues tenía anotado en teléfono del negocio de plantas y llamó para reclamar.
- ¿Qué problema tiene con la planta que le vendí? preguntó el vendedor.
-¿Qué no la riega, ni la pone al sol desde hace tres días? preguntó el vendedor indignado.
Juan cortó, medio disculpándose por su ignorancia y se puso a regar a la rosa, pero no podía evitar recordar con bronca lo que ella le había hecho: lo había lastimado cuando el se acercó, y seguramente lo había hecho con intención.
Y comenzó a regarla hasta inundarla de agua, mientras pensaba...
- Voy a inundarla bien, así no la riego por siete días.
- Voy a dejarla al sol así no necesito moverla.
Y luego Juan se fue a hacer otras cosas, sus cosas, las que eran realmente importantes para él.
Y María siguió perdiendo pétalos. Ya no emitía ningún perfume, ya no sentía la energía y la palabra de Juan, y María se dejaba morir.

Pasaron otros tres días y Juan fue a un cine solo. Durante la película vio una escena que lo conmovió, y de pronto apareció la imagen de María ante sus ojos con sus pétalos caídos. Juan sintió en el fondo de su ser que María se moría de pena, y se dio cuenta que la amaba, que extrañaba sus formas, su tersura, su perfume, y Juan salió a las corridas del cine y volvió a su casa.
Encontró a María desfalleciente, la tomó entre sus brazos, le sacó el agua en exceso de la maceta, y le habló del amor que le tenía, durante toda la noche. A la mañana la puso al sol, le agregó un poco de fertilizante, y así la cuidó en su convalecencia que duró casi un mes.

Al mes María estaba radiante y enamorada como siempre.
Y ese día Juan tomó el comprobante de compra y rompiéndolo en mil pedacitos le dijo a María
- Alguna vez creí, equivocadamente, que porque te había comprado y puesto el comprobante de compra bajo la maceta podía decirte - " soy tu dueño, y no te riego".
- Hoy me doy cuenta que nuestra relación se sustenta en cambio en el amor diario que nos podamos dar, en que yo te riegue todos los días con mi amor, mientras tu me llenas con tu hermoso perfume, tu tersura, tu compañía y y tu hermoso perfume.
Que todos los cuidados que yo te haya dispensado en el pasado, vivirán siempre como un maravilloso recuerdo, pero que no son suficientes para el día de hoy.
Y que a partir del día de hoy, para poder disfrutarte te seguiré regando día tras día.
Y además tendré presente que si me encuentro con tus espinas puede ser, que parte de la culpa sea mía por no saber acercarme a ti.

lunes, 17 de mayo de 2010

Besos


Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero...? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenaron sé de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos... vibró un beso,
y qué viste después...? Sangre en mis labios.

Yo te enseñe a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.

domingo, 16 de mayo de 2010

El deseo de ti


Cuando me invade el deseo, pienso en ti, y me imagino lo que estaría haciéndote en ese momento... No tienes ni la más remota idea de todo lo que me imagino contigo y entonces el deseo crece más y mas en mi interior...

Mi saliva vestirá tu piel desnuda;

Mis manos dibujarán como un Da´Vinci tu cuerpo delineando paso a paso con la punta de mis dedos y mas tarde con mi húmeda lengua;

Mis caderas bailarán en su fiesta privada con las tuyas y un solo gemido brotará de tu garganta y de la mía... Y el deseo sigue creciendo, ahora tu piel como un abrigo cubrirá la mía y otra vez tu lengua será el cincel de mi tibio cuerpo y de nuevo llegaremos al jardín del deseo... Y esta vez nuestro gemido estremecerá a la tierra y despertará el instinto mas primitivo de los vecinos...

Así es mi deseo por ti;

No tienes ni la más remota idea de todo lo que pasa por mi mente cuando el deseo por ti, crece dentro de mi...

sábado, 15 de mayo de 2010

El Amor y Desamor (?


El amor hace que las personas se vuelvan tontas si saben a lo que me refiero. El amor hace que uno haga cosas que alguien jamás pensaría en hacer. El amor hace que uno tenga ideas locas o insólitas que lo hagan ver a uno como uno vil idiota. El amor es feliz y alegre mientras dure, pero cuando se acaba duele.

El amor cuando se acaba hace que la persona que ha sufrido el desamor desee morir sin importar nada mas, solo quiere morir como el amor que ya ha dejado atrás. El amor causa muerte. El amor causa ira. El amor causa engaño, decepción y tristeza. El amor simplemente duele.

Pero si nos ponemos a pensar también nos daremos cuenta que el amor hace familias.

El amor hace parejas felices. Hace que los enamorados vayan con una sonrisa cercana a la psicosis, ramos de rosas y chocolates a las puertas de sus amores sin siquiera saber si van hacer aceptados. El amor hace parejas felices. El amor causa vida. Y, pero ¿El amor que mas hace? El amor nunca es para siempre. El amor hace estos pensamientos tristes. El amor causa locura. Entonces respóndanse: ¿Por qué lo apreciamos tanto? ¿Por que lo valorizamos tanto?

viernes, 14 de mayo de 2010

Hojas Marchitas


Las rosas en sus troncos se secaron,
los lirios blancos en su tallo erguidos
se secáron también,
y airado el viento arrebató sus hojas,
arrebató sus hojas perfumadas
que nunca más veré.

Otras rosas después y otros jardines
con lirios blancos en su tallo erguidos
he visto florecer;
más ya cansados de llorar mis ojos,
en vez de llanto en ellos, derramaron
gotas de amarga hiel.

jueves, 13 de mayo de 2010

El gato negro



Unos doscientos escalones tenía yo que subir para llegar a la primera plataforma de la torre. Las golondrinas que anidaban en el verano debajo de los canalones de piedra entre el musgo y la parietaria, no se asustaban con mi presencia; sabían que de mí nada podían temer. Por las tardes, poco antes de tocar el Ave María, cuando el sol llegaba a su ocaso, me asomaba a una de las ventanas para contemplar el magnífico panorama que a mi vista se presentaba, el cual siempre era nuevo para mí, aun cuando le viera todas las tardes.

En efecto, la puesta del sol, ya se contemple cien años seguidos desde un mismo sitio, siempre ofrece un espectáculo distinto cada vez, aumentando sus encantos y su magia. Las tintas varían a menudo; las sombras presentan cada instante un nuevo aspecto, y el colorido se engalana siempre con mil tonos inesperados, debidos al fecundo pincel de la naturaleza. Luego este poético cuadro se completa llenándose más y más de armonía con el ruido de la brisa entre los árboles del bosque, las voces de los campesinos, el cencerro de los ganados, el murmullo del río, el aroma acre de la selva, y cerrando tan sublime conjunto, como la última nota en una frase musical, la campana que dobla en la torre, cuyo sonido se prolonga agradablemente en el espacio hasta perderse del todo.

A mi izquierda se levantaban desiguales las casas del pueblo, con sus tejas encarnadas y sus techos de pizarra, coronadas con el ramaje de los tilos y enebros, que se elevaban por encima de las tapias de los huertos, formando un pequeño laberinto de calles y encrucijadas hasta perderse en el lindero del bosque, donde solo se veían ya medio ocultas en la espesura algunas chozas de blancas paredes, como las primaras avanzadas de un ejército. A la derecha el río, de espumosa corriente, cortando una pradera de huertos y sembrados, tapizadas sus orillas de verdes cañas y sauces llorones, por entre la yerba, y allá a lo lejos, en el horizonte, las primeras casas de la aldea donde habitaba Marcelina.

Por eso subía yo a la torre y contemplaba absorto aquel espectáculo; por eso esperaba que llegase la noche con su manto de tinieblas para ver si brillaba la luz que me llamaba junto a mi amada. Pero ya habían pasado muchas noches y la luz no brillaba; la ventana de su aposento permanecía muda y la esperada señal no aparecía.

¿Me habrá olvidado Marcelina?
¡Olvidar!...¿Qué significa esta palabra para un corazón de dieciocho años que solo ha palpitado ante la pintada corola de una flor, que no ha sentido otra emoción. ¿Puede uno olvidar lo que ama? ¿Y si Marcelina me ardora, por qué me ha de olvidar? Pero entonces, ¿por qué no me llama? Yo iría a verla; me acercaría muy quedito junto a la tapia del huerto, y esperaría allí toda la noche para verla... para sentir sus lágrimas si llora... su risa si está contenta; sí, sí, vamos... bajemos de la torre; ya ha sonado el toque de ánimas...

¡Pero Dios mío! ¡si sale y me ve su gato negro! ¡Bah!... un gato... ¿a un gato tenéis miedo? Sí, Lulú, con su piel negra y lustrosa, sus ojazos siempre abiertos que brillan en la oscuridad como dos fúnebres antorchas, y sus enormes garras, me infunden pavor.

Cuando me mira con fijeza y le veo enseñarme sus blancos dientes y azotarse los hijares con su cola, me estremezco a mi pesar, y un frío glacial penetra hasta la médula de mis huesos. Y sin embargo, dicen que Lulú es todo un gato honrado, tanto como puede serlo un animal de su especie... pero y desconfío de su benévola sonrisa que le hace erizar el bigote y enseñar los dientes de una manera terrible. Lulú es todo lo acomodado y feliz que puede desear; ni aun tengo la esperanza de que se muera de hambre.

Morirse no... pero yo puedo matarle, y matarle impunemente, porque en el código no hay ningún artículo que castigue al que priva a un gato de su existencia; quizá no está previsto este caso por la ley, como tampoco lo estaba el parricidio en la legislación romana. ¡Matar a Lulú!

Este pensamiento se había apoderado de mí de tal modo que no me abandonaba nunca. Porque lulú se oponía a mi boda con Marcelina, y esto era atacar directamente a mi felicidad, a la felicidad de un ser inofensivo y pacífico que en su vida había soñado con matar un mosquito. ¡Y por Dios que era inconcebible! ¡Hasta qué punto dependía mi dicha de la vida de un gato! ¿Y qué tenía que ver semejante animal con mi boda? Tal proceder me ponía furioso; aquello era ridículo hasta la insensatez, y el nombre de Lulú llegó a ser mi constante y aterradora pesadilla. Por eso el pensamiento de su muerte se ligó de tal modo a mis ocupaciones diarias, que llegó a ser en mí una necesidad. Mientras veía a Marcelina, aunque de tarde en tarde, la idea del asesinato no me punzaba tanto en el alma; pero así que dejé de verla sólo pensé en llevarle a cabo.

-¡Ah pícaro animal, infame gato! Decía entre mí, ¿quieres prohibirme también que hable a mi querida Marcelina? Esto es decir que deseas mi muerte como yo la tuya... pues, bien, nos veremos.

Y procuraba aturdirme a mí mismo con una especie de agitación febril, con un fingido valor que no sentía, y que desaparecía tan luego como por casualidad me encontraba a Lulú en el lindero del bosque, cuando el horrible animal salía a dar su paseo después de comer. Entonces él me miraba y se sonreía al pasar como si hubiese adivinado mi pensamiento y quisiera probarme que ningún temor le infundían mis tentativas de asesinato. Yo también le miraba de reojo y palidecía al contemplar su entornada pupila, que tenía en aquel instante una expresión sarcástica y mordaz.

¡Ahí no le mataría nunca! En mi interior luchaban terriblemente sensaciones distintas: el miedo y el odio a Lulú. Mientras el gato viviese, yo no podía abrigar ninguna esperanza acerca de mi matrimonio, y por otra parte, el animal disfrutaba una apariencia desconsoladora de longevidad. Aquella lucha continua que agitaba mi espíritu llegó a influir desgraciadamente en mi individuo. No comía, padecía vértigos horribles, y mi sueño era agitado e intranquilo: todo el pueblo en fin, llegó a apercibirse de mi estado; me creían loco, porque en medio de mi trabajo pronunciaba palabras incoherentes y prorrumpía en grandes carcajadas o palidecía de espanto, según iba obrando mi pensamiento al acercarse más o menos a las probabilidades de asesinato.

La vista de un gato me ponía en un estado lamentable, y experimentaba una conmoción eléctrica cuando oía sus maullidos. Hasta entonces no llegué a comprender en su mayor intensidad las angustias y sobresaltos de un ratón, la estrategia del queso y el tocino. ¿Qué era yo más que un ratón perseguido por un gato? Todo esto impulsaba a mi pensamiento al asesinato. Una circunstancia insignificante e inesperada acabó de completar mi coraje y llegó a infundirme algún valor. Ya he dicho que debajo de los canalones de la torre anidaban por el verano muchas golondrinas, que como me conocían ya y eran mis amigas, no se asustaban al verme. Una tarde al entrar yo en la plataforma según mi costumbre, noté que todos aquellos pobres animales echaron a volar de pronto sin motivo aparente. Aquello era extraño.

¡Huir de mí las golondrinas! ¡Dios mío! No sabía qué pensar de semejante acontecimiento, y aun llegué a imaginar después de un instante, si ellas, enemigas como yo de los gatos, afeaban mi falta de resolución en librarme de Lulú, apartándose de mi lado. Me entristecí al creer probable semejante conducta, y entrando en la plataforma me dirigía a la ventana para contemplar sus nidos vacíos, cuando un espectáculo sangriento me dejó mudo de indignación. Un enorme gato dorado y ceniciento con manchas negras, se engullía tranquilamente una infeliz golondrina, fruto de su rapiña y crueldad. Al verme se detuvo, fijó en mí sus ojos tranquilos y serenos, relamiéndose el ensangrentado bigote como si me dijera; “está sabrosa.” Infame gato. Me precipité sobre él y le arrojé a la plaza desde lo alto de la torre. El ruido que hizo al caer en tierra hiró dulcemente mi oído al acordarme de Lulú.

-¡Oh! decía, ¡si hubiese ocupado el lugar de este miserable! ¡Si guiado de su apetito viniese también a la torre a caza de golondrinas! Es preciso tenderle un lazo, excitar su gula... pero ¿cómo y con qué? Si le escribo, porque Lulú era un gato bien educado y sabía leer, conocerá mi letra... ¡qué hacer Dios mío!

Un día estaba yo en la puerta de la iglesia pensando en mi pobre Marcelina; era un hermoso día de julio, un sábado... las gallinas con sus polluelos venían escarbando la tierra a picotear mis pies, y mi perro las miraba con indiferencia. De pronto sentí un escalofrió, levanté la cabeza y vi a Lulú que con su paso ordinario y su sonrisa burlona se dirigía hacia mí, mirando de cuando en cuando a la plataforma de la torre. Al verle me levanté para volverle la espalda, pero él me detuvo por un bazo con su asquerosa zarpa.

-Señor Adriano, me dijo con dulce maullido, tendréis la bondad de conducirme a la torre donde se ha refugiado mi canario al escaparse de la jaula.
-¡Cómo! Dije yo balbuceando, vuestro canario...
-Sí, está en el canalón; mirad desde aquí cómo reluce su hermoso plumaje herido por el sol. ¿Queréis que subamos?

Yo por toda contestación abrí la puertecilla y subí seguido de Lulú... ¡Dios mío! ¡Iba a encontrarme en la plataforma solo con él! Me acordé de Cuasimodo y del gato ceniciento, a quien había arrojado desde allí el día anterior.

-¡Tunante, infame canario! Iba diciendo Lulú por la escalera, jadeando ya como un gato poco acostumbrado a trepar.

Yo me sonreía de satisfacción. Bendito animal, decía entre mí, tú me proporcionas mi venganza, porque yo estaba decidido a todo, y en la palidez de mi rostro, en el tono de mi voz, y en la expresión de mis ojos, debía haber conocido Lulú el pensamiento de muerte que vagaba por mi imaginación, tomando fuerza y pidiendo resolución al mismo miedo. Pero el gato se volvió estúpido sin duda cuando nada sospechó en aquel momento.

-Ya hemos llegado, le dije asomándome a la ventana y mostrándole el canario que en la punta del canalón permanecía tranquilo sin sentirnos.
-Y bien, tened la bondad de salir al tejado, me dijo enseñándome una moneda.
-Imposible, señor Lulú, la extraordinaria elevación me produce vértigos, y estoy muy débil a causa de mis padecimientos.

Y Lulú, sin sospechar nada, se encaramó en la ventana y salió al tejado. Lo que yo sentí en aquel instante es incalificable. Cuando vi al zorro del gato pisar la pizarra con cautela y adelantar su mano hacia el extremo del canalón donde le esperaba el canario, sentí una especie de contracción nerviosa; las sienes se agitaban con la trepidación de la sangre; me zumbaban los oídos como si tuviese calentura; mi lengua seca se me pegaba al paladar, y únicamente mis ojos se entornaban reconcentrando la luz en un punto negro que tenía delante. La impunidad y el odio vencieron al miedo, impulsando mi mano sobre Lulú, quien al sentirse desprendido de su punto de apoyo y atravesando el espacio, me dirigió una penetrante mirada y dio un bufido que sería sin duda una maldición.

Después, un ruido seco y terrible se dejó oír... era el miserable gato que se rompía los huesos en los guijarros de la plaza.

-¡Marcelina, Marcelina! -Grité yo con entusiasmo, y caí en el suelo desmayado de alegría...
Cuando volví en mí estaba en un calabozo; una habitación de húmeda y negras paredes con una ventana enrejada que daba sobre la plaza; desde allí veía la torre de donde había arrojado a Lulú.
¿Pero por qué estaba yo encerrado?

Al anochecer entró el carcelero que era un hombre alto y seco como una espica, con su gorro de lana y un farol. Le pregunté con extrañeza lo que significaba aquello, y él, mirándome con aire estúpido, me dijo que si estaba preparado.

-¿Preparado a qué?
-A morir, me contestó el hombre esqueleto con la misma tranquilidad que pudiera haber empleado para ponerme en libertad.
-¡Morir! Dije yo sin acabar de comprender; pero, ¿por qué voy a morir?
-¡Bah! ¿No os acordáis ya de vuestro crimen, u os habéis vuelto loco?
-¡Cómo! ¡criminal yo!... ¡Ah, quisiera saber cómo es eso!
-¿Y el compadre Lulú?
-¡Diantre! ¿Y vos llamáis compadre a un gato?
-Cuando digo que está loco, murmuró el carcelero dando dos vueltas a la llave y alejándose por el corredor.

Yo me quedé estupefacto. ¡Gran Dios! ¡morir por haber matado a un gato! ¿Constituye un crimen tal acción? Es imposible. ¿Pues qué no sabía yo bien la legislación de mi país? ¿No he visto yo a los muchachos del pueblo cazar con lazo a multitud de gatos y ahorcarlos de un árbol por haberse engullido un pájaro? ¿No maté yo mismo al gato ceniciento que devoró a mi golondrina, sin que dicha muerte tuviese otra consecuencia que un individuo menos en la especie? Repito que es imposible... A no ser que las consideraciones de que Lulú gozaba en el pueblo le colocasen en otra esfera... ¿Pero dejaría por eso de ser un gato aun cuando tuviese viñas y olivares de su pertenencia, y no se dedicase a cazar ratones? Yo quise hablar, y hablé, en efecto con un joven abogado que gozaba de una gran reputación en el país; le hice que me mostrase una ley que así privaba de la existencia por una acción que el jurisconsulto más pertinaz y recalcitrante no osaría en clasificar de crimen; y por último, le manifesté mi resolución en apelar de una sentencia que yo consideraba tan injusta como ridícula; pero é con una erudición que me dejó aturdido y que yo estaba muy lejos de sospechar en un aire asimplado y bonachón, me probó la indulgencia del tribunal, que sólo se había contentado con imponerme la muerte, siendo mi crimen tan espantoso. Me habló de las Partidas y del Digesto de los romanos, de la antigua civilización asiática, de la destrucción de Sodoma Y Herculano, desenvolviendo una teoría enteramente nueva sobre las consideraciones que se deben a todos los gatos en general y a algunos en particular, apoyando sus razones con mil notas históricas y juiciosas observaciones sobre las necesidades de las sociedades modernas, deduciendo yo de todo aquello que aun tenía que manifestarme agradecido al tribunal por la templanza de su sentencia, y las consideraciones que me había guardado al enseñarme en el umbral de la muerte muchas cosas de que podía haberme aprovechado, a no haber sido tan ignorante.

Yo no comprendía nada de aquello y miraba al leguleyo con aire espantado. Aquel hombre decía cosas verdaderamente extraordinarias. Figuraos cuál sería mi asombro al oírle afirmar muy formalmente que Lulú era tutor de Marcelina. En poco estuvo el que soltase una carcajada.

¡Un gato tutor de una doncella! Esto era superior a todas mis ideas sobre semejante raza.

Di las gracias al joven, y quedé solo en el calabozo reflexionando sobre todo cuanto acababa de oír; pero lo que más me horrorizaba era la idea de morir tan pronto, cuando al libertarme de Lulú había creído asegurar mi felicidad. ¿Sería posible lo que aquel hombre había dicho, y estaría yo loco efectivamente?

Ello es que dentro de muy pocas horas iba a cumplirse la caritativa sentencia del tribunal, vengando con mi vida un atentado hecho a las prerrogativas de los gatos en el individuo Lulú. Todo estaba listo: aquella noche me había desvelado, además de mis lúgubres pensamientos, varios golpes y martillazos que se oían en la plaza. Eran los criados del verdugo que preparaban el tablado. Amaneció por fin, y yo salí de mi prisión con gran acompañamiento. La vida de un hombre iba a extinguirse cuando asomaban los primeros rayos del sol... ¡un bello sol de estío!

El contraste no podía ser más terrible. La plaza estaba llena de una multitud ansiosa de contemplar mi último gesto, el estertor y la agonía. Todas las miradas se fijaban en mi rostro, miradas estúpidas, casi sangrientas y despiadadas como buitres hambrientos que esperaban un opíparo festín. Mis pies hacían rechinar ya la fatal escalera; todo estaba pronto; el asqueroso cordel oprimía mi garganta, y... cosa rara: anochecía ya.

Algunas estrellas aparecían en el firmamento, y la luna asomaba su disco en el horizonte. ¡Dios mío! ¿qué luz es aquella que brilla entre los árboles del bosque? Es la señal misteriosa tanto tiempo esperada. Marcelina me llama, corro a su encuentro. Ya empieza el día eterno de nuestra unión... Partamos, Marcelina, la misión del verdugo ha terminado.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Brinda por mí sólo con los ojos


Brinda por mí sólo con los ojos
Y yo haré un brindis con los míos,
O soltaré un beso en la copa,
Y no pediré más vino.
La sed que nace del alma
Reclama un vino divino,
Y aunque pudiese beber el néctar de Jove,
No lo cambiaría por el tuyo.

Una guirnalda de flores te fue enviada,
No tanto para honrarte
Sino para darle la esperanza
de que no se marchitara;
Más sobre ella apenas respiraste
Y la enviaste de nuevo hacia mí;
Desde entonces crece y huele, lo juro,
no a sí misma, sino a tí.

martes, 11 de mayo de 2010

El Anillo



Rosa había bostezado varias veces durante la conversación. Faber lo notó y, como siempre se distinguiera por ser un admirador del bello sexo, se ofreció ante la complacencia de todos a narrar un cuento.

—Pero, por favor, que no sea un cuento rimado, pues sólo se les entiende a medias.
Entonces el grupo se hizo más cerrado; Faber se encaminó en medio de él y comenzó, mientras sus pasos continuaban entre un boscoso declive, la siguiente historia:
—Había una vez un caballero...
—Esto comienza como en un cuento...
Faber retomó su historia:
—Había una vez un caballero que vivía en lo profundo del bosque en su antiguo castillo, donde practicaba espirituales contemplaciones y penitencias. Ningún extranjero visitaba al santo varón, todos los caminos se hallaban cubiertos de tupida hierba y sólo la campanilla, que de tiempo en tiempo hacia sonar en el curso de sus oraciones, interrumpía el silencio dejándose escuchar en la claridad de la noche, adentrándose en la espesura del bosque. El caballero tenía una hija, la cual le inspiraba no pocos sobresaltos a causa de su manera de pensar, del todo diferente a la suya, y cuyo entero anhelo dirigíase únicamente a las cosas profanas. Por las noches, cuando se encontraba sentada ante su rueca y él le leía en sus viejos libros las historias maravillosas de los santos mártires, ella solía pensar entre sí: "Pero eran realmente unos tontos", y creía saber mucho más que su anciano padre. Este creía en todos esos milagros. Muchas veces, cuando él estaba ausente, ella hojeaba los libros y pintaba grandes bigotes sobre las imágenes de los santos.

Al oír esto, Rosa soltó una carcajada.
—¿De qué te ríes? —preguntó Leontín, un tanto picante.
Faber continuó con su relato:
—Ella era más hermosa e inteligente que todos los demás niños de su edad, por lo que siempre se avergonzaba de jugar con ellos; y quien hablaba con ella creía estar escuchando a una persona adulta. Con tal conocimiento y elocuencia conversaba con ellos. Además, sin sentir miedo y riéndose del viejo alcalde su padre, que le contaba cosas espantosas acerca del genio del agua, día y noche ella se paseaba en completa soledad por el bosque. Muchas veces, estando en medio del bosque o a la orilla del celeste río, gritaba con la voz agitada por las risas:
—¡Que el Genio del agua sea mi novio! ¡Que el Genio del agua sea mi novio!

Cuando su padre estaba a punto de morir, éste hizo llevar a su hija a su lecho de muerte y le entregó un enorme anillo labrado en oro puro y macizo. Le dijo entonces:

—Este anillo fue fabricado por una diestra mano hace cientos de años. Uno de tus antepasados lo obtuvo en Palestina en mitad de una batalla; allí se encontraba el anillo, completamente cubierto de sangre y arena; allí permaneció, inmaculado y reluciente, con un brillo tan claro y destellante que todos los caballos reparaban ante él, evitando pisarlo con su casco. Tu madre y tus antepasadas lo llevaron y, de este modo, Dios bendijo sus matrimonios. Tómalo tú también y contémplalo todas las mañanas con limpios pensamientos, así su destello aliviará y fortalecerá tu corazón. Pero si tus pensamientos y pareceres se inclinaran hacia lo malo, su brillo desaparecerá junto con la transparencia de tu alma e incluso te parecerá turbio. Consérvalo fielmente en tu mano hasta que encuentres un hombre virtuoso. Pues aquel que una vez lleve puesto este anillo, será por siempre tu marido fiel.

Con estas palabras, el anciano caballero murió. Ida, su hija, se quedó entonces sola. Conforme pasaba el tiempo, su miedo crecía al vivir en ese viejo castillo, y como hallase enormes tesoros en los sótanos de su padre, cambió de inmediato su manera de vivir.

—Gracias a Dios —dijo Rosa—, pues hasta entonces se había sentido bastante aburrida...
Faber reanudó el relato una vez más:
—Los oscuros arcos, portales y patios de la antigua fortaleza fueron derruidos y un castillo nuevo y luminoso de blancos y ligeros muros con pequeños torreoncilios se erigió al poco tiempo sobre los viejos escombros. A su lado mandó construir un amplio y hermoso jardín en medio del cual cruzaba el celeste río. Había miles de flores, altas y vistosas, entre las que se elevaban saltos de agua cerca de los cuales se paseaban plácidos terneros. El patio del castillo hormigueaba de caballos y de pajes ricamente ataviados, que cantaban alegres canciones para su bella dama que, entre tanto, se había hecho una mujer extraordinariamente hermosa. Por ello, ricos pretendientes llegaban a cortejarla desde todos los puntos de la tierra y los caminos que conducían al castillo resplandecían de jinetes, cascos y crestones.

Esto le agradaba enormemente a la doncella y, sin embargo, a pesar de su aprecio por todos los caballeros, a ninguno quiso darle su anillo, pues todo pensamiento en relación con el matrimonio le parecía odioso y ridículo:

—¡¿Para qué —se decía— he de ver marchita mi hermosa juventud representando el papel de una miserable ama de casa en esta apartada y aburrida soledad, en vez de ser libre como un ave en su vuelo?!

Por añadidura, todos los hombres le parecían tontos, ya fuese por ser demasiado torpes como para corresponder a sus bromas debido a su orgullosa pretensión de abrigar elevados propósitos en los que ella no creía. Y así, en su ceguera, se consideraba un hada encantadora en medio de monos y osos hechizados que tenían que bailar y atenderla, pendientes de cualquiera de sus gestos. Entre tanto, el anillo se hizo cada vez más oscuro.

Cierto día, la joven ofreció un vistoso banquete. Debajo de una hermosa tienda levantada en el centro del jardín se habían sentado las mujeres y los caballeros jóvenes que habitaban en las cercanías, y en el centro de todos la orgullosa doncella, como una reina, luciendo sus ademanes graciosos que resplandecían por encima del brillo de las perlas y gemas que ornamentaban su cuello y su pecho. Era como una manzana agusanada, tan rozagante y engañosa se aparecía. El dorado vino dio alegres vueltas, los caballeros le otorgaban a la joven sus miradas más atrevidas; voluptuosas y seductoras canciones se escuchaban sin cesar en el jardín, penetrando el aire estival. Entonces la mirada de Ida cayó por casualidad en el anillo. Éste se había vuelto oscuro y su apagado brillo despedía tan sólo un opaco destello. Se levantó en el acto y fue hacia el declive del jardín.

—¡Piedra tonta, no me molestarás más! —dijo, riéndose con loca alegría.
Se quitó el anillo y lo arrojó a la corriente del río. En su vuelo, el anillo describió un arco claro y luminoso y fue a sumergirse en seguida en las profundidades. Más tarde ella volvió al jardín, donde voluptuosos sonidos parecían alargar sus brazos hacia ella.

—Al otro día —prosiguió Faber— Ida se encontraba sola, sentada en el jardín, mirando hacia el río. Era mediodía. Todos sus huéspedes se habían marchado, la región entera estaba sumida en un sofocante silencio. Solitarias nubes de raras formas cruzaban con lentitud el claro cielo azul. A ratos, corría un viento súbito por la región y al instante parecía como si las rocas y los árboles se inclinaran y hablaran de ella. Ida sintió un escalofrío. De pronto, vio a un apuesto y esbelto caballero que llegaba por el camino, montado en un caballo blanco como la nieve. Brillaban su armadura y su casco de color azul marino, una cintilla del mismo color flotaba al viento, sus espuelas eran de cristal. La saludó amablemente, desmontó del caballo y se acercó a ella. Asustada, Ida dejó escapar un grito pues descubrió en su mano el viejo anillo prodigioso, que apenas el día anterior había arrojado al agua, y recordó en seguida las palabras que su padre le dijera en el lecho de su muerte. El apuesto caballero extrajo una triple cinta recamada con perlas y la colocó en el cuello de la doncella, la besó en la boca, la llamó su novia y le prometió llevarla a su casa esa misma noche. Ida no pudo responderle, pues todo le parecía verlo como en un profundo sueño; sin embargo, había escuchado muy bien al caballero, que le habló con encantadoras palabras que se mezclaban con los sonidos del río como si éste estuviera encima de ella, susurrando continua y confusamente. Más tarde, lo vio montar en su corcel blanco y galopar hacia el bosque, tan veloz que el viento soplaba a sus espaldas.

Al anochecer, desde una ventana del castillo, la joven miraba en dirección de las montañas, cubiertas ya por un grisáceo crepúsculo. Se preguntaba inútilmente una y otra vez quién podía ser ese apuesto caballero que tanto le agradaba. Una inquietud y un miedo que jamás había sentido invadieron su alma, y a medida que el paisaje oscurecía, ella se sentía mayormente oprimida por semejantes sentimientos. Tomó el laúd con objeto de distraerse. Le vino entonces a la mente una vieja canción que su padre cantaba a menudo, por las noches, cuando ella era niña, y que escuchaba al despertar en medio del sueño. Comenzó a cantar:

Aunque el sol se tenga que ocultar
Y a oscuras tengamos que permanecer,
Podemos pese a ello cantar
La bondad de Dios y su poder,
Pues ni la noche nos ha de impedir
Su justo elogio cumplir.

Entre tanto, unas lágrimas escaparon de sus ojos y tuvo que dejar el laúd; tanto era su dolor.
Al fin, afuera había oscurecido por completo; de pronto escuchó un estrépito de extrañas voces y cascos de caballo. El patio del castillo se vio en un momento inundado con luces flotantes entre cuyos destellos ella vio un furioso hormiguero de coches, caballos, caballeros y damas. Los invitados a la boda pronto se distribuyeron en la amplitud de todo el castillo, siéndole evidente que se trataba de sus viejos conocidos que apenas la víspera habían asistido a su banquete. El apuesto novio, de nuevo totalmente vestido en seda azul marino, se acercó a ella y alegró al instante su corazón con expresiones dulces y graciosas; los músicos tocaban sus instrumentos con vivo entusiasmo, unos pajes escanciaban vino y todo el mundo bailaba y se regalaba en medio de un alegre barullo.

Durante la fiesta, Ida se colocó junto a su novio frente a la ventana abierta. A sus pies, la región se hallaba distante y en completo silencio, como si toda ella fuese una tumba; sólo el río susurraba hacia lo alto desde el oscuro declive.

—¿Qué pájaros negros son esos que vuelan lentamente en largas hileras? —preguntó Ida.
—Vuelan durante toda la noche —dijo el novio—, y simbolizan tu boda.
—¿Quién es toda esa gente extraña —volvió a preguntar Ida— que está tranquilamente sentada en las piedras a un lado del río?
—Son mis sirvientes —dijo el novio—. Y nos aguardan. Entre tanto, lustrosas bandadas comenzaron a elevarse en el cielo y a lo lejos, desde los valles, se escuchaban los cantos de los gallos.
—Hace frío —dijo Ida, y cerró la ventana.
—En mi casa hace aún más —respondió el novio, e Ida se estremeció instintivamente.

Entonces él la tomó del brazo y la condujo, en medio del alegre gentío, a bailar. No tardaría en amanecer, las velas de la sala aún parpadeaban, aunque mortecinamente. Ida bailaba mientras tanto, con su novio a quien veía cada vez más pálido, a medida que el día se acercaba. Afuera, más allá de las ventanas, vio llegar a largos hombres de singulares rostros, quienes se instalaban en el interior de la sala. Asimismo, los rostros de los demás huéspedes e invitados se fueron transformando poco a poco hasta semejar unos semblantes cadavéricos.

—¡Dios mío! ¿Con quién he convivido durante este tiempo? —gritó.

La mucha fatiga le impidió escapar y no pudo ni siquiera zafarse, mas el novio la sostuvo firmemente abrazada y continuó bailando hasta que cayó al suelo, desvanecida.

Al amanecer, cuando el sol brillaba alegremente por encima de las cordilleras, el jardín del castillo se veía solitario en la montaña, no había un alma y todas las ventanas permanecían abiertas.

Tiempo después, cuando los viajeros pasaban junto al río bajo el claro brillo de la luna, o incluso al mediodía, veían con frecuencia a una joven muchacha surgir en medio de la corriente, con el desnudo torso fuera del agua. Era en verdad hermosa, aunque tan pálida que parecía la muerte.

lunes, 10 de mayo de 2010

Serpentina


En mis sueños de amor ¡yo soy serpiente!
gliso y ondulo como una corriente;
dos píldoras de insomnio y de hipnotismo
son mis ojos; la punta del encanto
es mi lengua...¡y atraigo como el llanto!
soy un pomo de abismo.

Mi cuerpo es una cinta de delicia,
glisa y ondula como una caricia...

Y en mis sueños de odio ¡soy serpiente!
mi lengua es una venenosa fuente;
mi testa es la luzbélica diadema,
haz de la muerte en un fatal soslayo
con mis pupilas; y mi cuerpo en gema
¡es la vaina del rayo!

Si así sueño mi carne, así es mi mente:
un cuerpo largo, largo, de serpiente,
vibrando eterna, ¡voluptuosamente!

Tu amor, esclavo, es como un sol muy fuerte:
jardinero de oro de la vida,
jardinero de fuego de la muerte
en el carmen fecundo de mi vida.

Pico de cuervo con olor de rosas,
aguijón enmelado de delicias
tu lengua es. Tus manos misteriosas
son garras enguantadas de caricias.

Tus ojos son mis medianoches crueles,
panales negros de malditas mieles
que se desangran en la acerbidad;

crisálida de un vuelo del futuro,
es tu brazo magnífico y oscuro,
torre embrujada de mi soledad.

sábado, 8 de mayo de 2010

Después del Amor


Ya no existe la magia,
Nos conocimos como otras personas,
Tus ojos ya no obran milagros,
Tampoco mis besos en tus manos.

Tu has sido el viento y yo el mar,
-¿Esplendores? Nunca más-
He crecido apático como el lago
Que duerme junto a la orilla.

Y aunque el lago esté a salvo de la tormenta,
Y del caprichoso baile de la marea,
Aquello que todos ven en mi como Paz,
Es tan amargo como la oscuridad del mar.

viernes, 7 de mayo de 2010

Cuando nos separamos.


o nos separamos
En silencio y entre lágrimas,
Con el corazón partido,
Apartándonos por años,
Tu mejilla se volvió pálida y fría,
Más fríos tus besos;
Y es verdad que aquella hora predijo
El dolor de esta.

El rocío de la mañana
Se hundió gélido en mi frente,
Lo sentí como el preludio
De lo que hoy siento.
Tus votos fueron quebrados,
Y ligera es tu fama:
Escucho decir tu nombre
Y comparto su vergüenza.

Te nombran en mi presencia,
Lúgubres voces en mis oídos;
Un estremecimiento en mi camino:
¿Por qué tanto te he querido?
Ellos no saben que te conocí,
Los que te conocen demasiado bien:
Largo, largo tiempo he de arrepentirme de ti,
Hondos pensamientos que jamás diré.

En silencio nos conocimos,
En silencio me lamento
De tu corazón proclive al olvido,
Del engaño de tu espíritu.
Si llegara a encontrarte
Tras largos años,
¡Cómo habría de saludarte!
Con lágrimas y silencio.

jueves, 6 de mayo de 2010

Sé Bella y sé Triste


¿Qué importancia tiene vuestra bondad?
Se Bella y se Triste, las lágrimas
agregan encanto a tu rostro
como la lluvia al paisaje,
La tormenta rejuvenece las flores.

Te amo más cuando la alegría
huye del balcón de tu frente,
Cuando tu corazón se hunde en el horror,
Cuando sobre tus cejas se despliega
La temible nube del pasado.

Te amo cuando tus grandes ojos derraman
Un agua tibia como sangre,
Cuando a pesar de mi mano acompañante,
El peso de la angustia horada tu voz
Como un quejido agonizante.

Y aspiro, divina voluptuosidad,
Himno de profunda delicia,
Todos los sollozos de tu pecho,
Y creo que tu corazón se ilumina
con las perlas que caen de tus ojos.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Los Amantes


Ved en sombras el cuarto, y en el lecho
desnudos, sonrosados, rozagantes,
el nudo vivo de los dos amantes
boca con boca y pecho contra pecho.

Se hace más apretado el nudo estrecho,
bailotean los dedos delirantes,
suspéndase el aliento unos instantes...
y he aquí el nudo sexual deshecho.

Un desorden de sábanas y almohadas,
dos pálidas cabezas despeinadas,
una suelta palabra indiferente,
un poco de hambre, un poco de tristeza,
un infantil deseo de pureza
y un vago olor cualquiera en el ambiente.

martes, 4 de mayo de 2010

Amor Terrible


El matrimonio de dos asesinos en la oscuridad
De un templo sombrío, adorando la noche más oscura;
Frente a un sacerdote que oculta sus manos
Debajo de su túnica maldita,
Para que todos vean las flores sangrientas que brotan
Como gemas sobre los dedos, rojo sobre blanco;
Creciendo hacia las bóvedas del vértigo
Las trompetas del órgano tañen y se quejan:
Así es nuestro amor. ¡Oh, suaves y deliciosos labios
Dónde toda la sangre del mundo fluye hasta mi!
Oh, cintura etérea, mejillas pálidas, ojos de fuego,
Pequeños y firmes senos, gigantes caderas,
Oscuros cabellos de serpentinas trenzas
Que se deslizan de mis manos
En las horas del rojo deseo.

lunes, 3 de mayo de 2010

No Volveremos a Vagar...


Así es, no volveremos a vagar
tan tarde en la noche,
Aunque el corazón siga amando
y la luna conserve el mismo resplandor.

Pues así como la espada gasta su vaina,
Y el alma consume el pecho,
también el corazón debe detenerse a respirar,
e incluso el Amor debe descansar.

Aunque la noche fue hecha para amar,
y los días retornan demasiado pronto,
Aún así no volveremos a vagar
bajo la luz de la luna.

domingo, 2 de mayo de 2010

El gato que caminaba sólo


Sucedieron estos hechos que voy a contarte, oh, querido mío, cuando los animales domésticos eran salvajes. El Perro era salvaje, como lo eran también el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo, tan salvajes como pueda imaginarse, y vagaban por la húmeda y salvaje espesura en compañía de sus salvajes parientes; pero el más salvaje de todos los animales salvajes era el Gato. El Gato caminaba solo y no le importaba estar aquí o allá.
También el Hombre era salvaje, claro está. Era terriblemente salvaje. No comenzó a domesticarse hasta que conoció a la Mujer y ella repudió su montaraz modo de vida. La Mujer escogió para dormir una bonita cueva sin humedades en lugar de un montón de hojas mojadas, y esparció arena limpia sobre el suelo, encendió un buen fuego de leña al fondo de la cueva y colgó una piel de Caballo Salvaje, con la cola hacia abajo, sobre la entrada; después dijo:

- Límpiate los pies antes de entrar; de ahora en adelante tendremos un hogar.

Esa noche, querido mío, comieron Cordero Salvaje asado sobre piedras calientes y sazonado con ajo y pimienta silvestres, y Pato Salvaje relleno de arroz silvestre, y alholva y cilantro silvestres, y tuétano de Buey Salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego, cuando el Hombre se durmió más feliz que un niño delante de la hoguera, la Mujer se sentó a cardar lana. Cogió un hueso del hombro de cordero, la gran paletilla plana, contempló los portentosos signos que había en él, arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer Conjuro Cantado del mundo.

En la húmeda y salvaje espesura, los animales salvajes se congregaron en un lugar desde donde se alcanzaba a divisar desde muy lejos la luz del fuego y se preguntaron qué podría significar aquello.

Entonces Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:

- Oh, amigos y enemigos míos, ¿por qué han hecho esa luz tan grande el Hombre y la Mujer en esa enorme cueva? ¿cómo nos perjudicará a nosotros?

Perro Salvaje alzó el morro, olfateó el aroma del asado de cordero y dijo:

- Voy a ir allí, observaré todo y me enteraré de lo que sucede, y me quedaré, porque creo que es algo bueno. Acompáñame, Gato.
- ¡ Ni hablar! - replicó el Gato - . Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.
- Entonces nunca volveremos a ser amigos - apostilló Perro Salvaje, y marchóse trotando hacia la cueva.

Pero cuando el Perro se hubo alejado un corto trecho, el Gato se dijo a si mismo:

- Si no me importa estar aquí o allá, ¿por qué no he de ir allí para observarlo todo y enterarme de lo que sucede y después marcharme?

De manera que siguió al Perro con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír todo lo que se dijera.
Cuando Perro Salvaje llegó a la boca de la cueva, levantó ligeramente la piel de Caballo con el morro y husmeó el maravilloso olor del cordero asado. La Mujer lo oyó, se rió y dijo:

- Aquí llega la primera criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?
- Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo, ¿qué es eso que tan buen aroma desprende en la salvaje espesura? - preguntó Perro Salvaje.

Entonces la Mujer cogió un hueso de cordero asado y se lo arrojó a Perro Salvaje diciendo:

- Criatura salvaje de la salvaje espesura, si ayudas a mi Hombre a cazar de día y a vigilar esta cueva de noche, te daré tantos huesos asados como quieras.
- ¡Ah! - exclamó el Gato al oírla - , esta Mujer es muy sabia, pero no tan sabia como yo.

Perro Salvaje entró a rastras en la cueva, recostó la cabeza en el regazo de la Mujer y dijo:

- Oh, amiga mía y esposa de mi amigo, ayudaré a tu Hombre a cazar durante el día y de noche vigilaré vuestra cueva.
- ¡Ah! - repitió el Gato, que seguía escuchando - , este Perro es un verdadero estúpido.

Y se alejó por la salvaje y húmeda espesura meneando la cola y andando sin otra compañía que su salvaje soledad. Pero no le contó nada a nadie.
Al despertar por la mañana, el Hombre exclamo:

- ¿Qué hace aquí Perro Salvaje?
- Ya no se llama Perro Salvaje - le corrigió la Mujer - , sino Primer Amigo, porque va a ser nuestro amigo por los siglos de los siglos. Llévalo contigo cuando salgas de caza.

La noche siguiente la Mujer cortó grandes brazadas de hierba fresca de los prados y las secó junto al fuego, de manera que olieran como heno recién segado; luego tomó asiento a la entrada de la cueva y trenzó una soga con una piel de caballo; después se quedó mirando el hueso de hombro de cordero, la enorme paletilla, e hizo un conjuro, el segundo Conjuro Cantado del mundo.
En la salvaje espesura, los animales salvajes se preguntaban qué le habría ocurrido a Perro Salvaje. Finalmente, Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:

- Iré a ver por qué Perro Salvaje no ha regresado. Gato, acompáñame.
- ¡ Ni hablar! - respondió el Gato - . Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.

Sin embargo, siguió a Caballo Salvaje con mucho, muchísimo sigilo, y se escondió en un lugar desde donde podría oír todo lo que se dijera.
Cuando la Mujer oyó a Caballo Salvaje dando traspiés y tropezando con sus largas crines, se rió y dijo:

- Aquí llega la segunda criatura salvaje de la salvaje espesura. ¿Qué deseas?
- Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo - respondió Caballo Salvaje - , ¿dónde está Perro Salvaje?

La Mujer se rió, cogió la paletilla de cordero, la observó y dijo:

- Criatura salvaje de la salvaje espesura, no has venido buscando a Perro Salvaje, sino porque te ha atraído esta hierba tan rica.

Y dando traspiés y tropezando con sus largas crines, Caballo Salvaje dijo:

- Es cierto, dame de comer de esa hierba.
- Criatura salvaje de la salvaje espesura - repuso la Mujer - , inclina tu salvaje cabeza, ponte esto que te voy a dar y podrás comer esta maravillosa hierba tres veces al día.
- ¡Ah! - exclamó el Gato al oírla - , esta Mujer es muy lista, pero no tan lista como yo.

Caballo Salvaje inclinó su salvaje cabeza y la Mujer le colocó la trenzada soga de piel en torno al cuello. Caballo Salvaje relinchó a los pies de la Mujer y dijo:

- Oh, dueña mía y esposa de mi dueño, seré tu servidor a cambio de esa hierba maravillosa.
- ¡Ah! - repitió el Gato, que seguía escuchando - , ese Caballo es un verdadero estúpido.

Y se alejó por la salvaje y húmeda espesura meneando la cola y andando sin otra compañía que su salvaje soledad.
Cuando el Hombre y el Perro regresaron después de la caza, el Hombre preguntó:

- ¿Qué está haciendo aquí Caballo Salvaje?
- Ya no se llama Caballo Salvaje - replicó la Mujer - , sino Primer Servidor, porque nos llevará a su grupa de un lado a otro por los siglos de los siglos. Llévalo contigo cuando vayas de caza.

Al día siguiente, manteniendo su salvaje cabeza enhiesta para que sus salvajes cuernos no se engancharan en los árboles silvestres, Vaca Salvaje se aproximó a la cueva, y el Gato la siguió y se escondió como lo había hecho en las ocasiones anteriores; y todo sucedió de la misma forma que las otras veces; y el Gato repitió las mismas cosas que había dicho antes, y cuando Vaca Salvaje prometió darle su leche a la Mujer día tras día a cambio de aquella hierba maravillosa, el Gato se alejó por la salvaje y húmeda espesura, caminando solo como era su costumbre.
Y cuando el Hombre, el Caballo y el Perro regresaron a casa después de cazar y el Hombre formuló las mismas preguntas que en las ocasiones anteriores, la Mujer dijo:

- Ya no se llama Vaca Salvaje, sino Donante de Cosas Buenas. Nos dará su leche blanca y tibia por los siglos de los siglos, y yo cuidaré de ella mientras vosotros tres salís de caza.

Al día siguiente, el Gato aguardó para ver si alguna otra criatura salvaje se dirigía a la cueva, pero como nadie se movió, el Gato fue allí solo, y vio a la Mujer ordeñando a la Vaca, y vio la luz del fuego en la cueva, y olió el aroma de la leche blanca y tibia.

- Oh, enemiga mía y esposa de mi enemigo - dijo el Gato - , ¿a dónde ha ido Vaca Salvaje?

La Mujer rió y respondió:

- Criatura salvaje de la salvaje espesura, regresa a los bosques de donde has venido, porque ya he trenzado mi cabello y he guardado la paletilla, y no nos hacen falta más amigos ni servidores en nuestra cueva.
- No soy un amigo ni un servidor - replicó el Gato - . Soy el Gato que camina solo y quiero entrar en vuestra cueva.
- ¿Por qué no viniste con Primer Amigo la primera noche? - preguntó la Mujer.
- ¿Ha estado contando chismes sobre mí Perro Salvaje? - inquirió el Gato, enfadado.

Entonces la Mujer se rió y respondió:

- Eres el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No eres un amigo ni un servidor. Tú mismo lo has dicho. Márchate y camina solo por cualquier lugar.

Fingiendo estar compungido, el Gato dijo:

- ¿Nunca podré entrar en la cueva? ¿Nunca podré sentarme junto a la cálida lumbre? ¿Nunca podré beber la leche blanca y tibia? Eres muy sabia y muy hermosa. No deberías tratar con crueldad ni siquiera a un gato.
- Que era sabia no me era desconocido, mas hasta ahora no sabía que fuera hermosa. Por eso voy a hacer un trato contigo. Si alguna vez te digo una sola palabra de alabanza, podrás entrar en la cueva.
- ¿Y si me dices dos palabras de alabanza? - preguntó el Gato.
- Nunca las diré - repuso la Mujer - , mas si te dijera dos palabras de alabanza, podrías sentarte en la cueva junto al fuego.
- ¿Y si me dijeras tres palabras? - insistió el Gato.
- Nunca las diré - replicó la Mujer - , pero si llegara a decirlas, podrías beber leche blanca y tibia tres veces al día por los siglos de los siglos.

Entonces el Gato arqueó el lomo y dijo:

- Que la cortina de la entrada de la cueva y el fuego del rincón del fondo y los cántaros de leche que hay junto al fuego recuerden lo que ha dicho mi enemiga y esposa de mi enemigo - y se alejó a través de la salvaje y húmeda espesura meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su propia y salvaje soledad

Por la noche, cuando el Hombre, el Caballo y el Perro volvieron a casa después de la caza, la Mujer no les contó el trato que había hecho, pensando que tal vez no les parecería bien.

El Gato se fue lejos, muy lejos, y se escondió en la salvaje v húmeda espesura sin más compañía que su salvaje soledad durante largo tiempo, hasta que la Mujer se olvidó de él por completo. Sólo el Murciélago, el pequeño Murciélago Cabezabajo que colgaba del techo de la cueva sabía dónde se había escondido el Gato y todas las noches volaba hasta allí para transmitirle las últimas novedades.
Una noche el Murciélago dijo:

- Hay un Bebé en la cueva. Es una criatura recién nacida, rosada, rolliza y pequeña, y a la Mujer le gusta mucho.
- Ah - dijo el Gato, sin perderse una palabra - , pero ¿qué le gusta al Bebé?
- Al Bebé le gustan las cosas suaves que hacen cosquillas - respondió el Murciélago - . Le gustan las cosas cálidas a las que puede abrazarse para dormir Le gusta que jueguen con él. Le gustan todas esas cosas.
- Ah - concluyó el Gato - , entonces ha llegado mi hora.

La noche siguiente, el Gato atravesó la salvaje y húmeda espesura y se ocultó muy cerca de la cueva a la espera de que amaneciera. Al alba, la mujer se afanaba en cocinar y el Bebé no cesaba de llorar ni de interrumpirla; así que lo sacó fuera de la cueva y le dio un puñado de piedrecitas para que jugara con ellas. Pero el Bebé continuó llorando.
Entonces el Gato extendió su almohadillada pata y le dio unas palmaditas en la mejilla, y el Bebé hizo gorgoritos; luego el Gato se frotó contra sus rechonchas rodillas y le hizo cosquillas con el rabo bajo la regordeta barbilla. Y el Bebé rió; al oírlo, la Mujer sonrío.
Entonces el Murciélago, el pequeño Murciélago Cabezabajo que estaba colgado a la entrada de la cueva dijo:

- Oh, anfitriona mía, esposa de mi anfitrión v madre de mi anfitrión, una criatura salvaje de la salvaje espesura está jugando con tu Bebé y lo tiene encantado.
- Loada sea esa criatura salvaje, quienquiera que sea - dijo la Mujer enderezando la espalda - , porque esta mañana he estado muy ocupada y me ha prestado un buen servicio.

En ese mismísimo instante, querido mío, la piel de caballo que estaba colgada con la cola hacia abajo a la entrada de la cueva cayó al suelo... ¡Cómo así!... porque la cortina recordaba el trato, y cuando la Mujer fue a recogerla... ¡hete aquí que el Gato estaba confortablemente sentado dentro de la cueva!

- Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo - dijo el Gato - , soy yo, porque has dicho una palabra elogiándome y ahora puedo quedarme en la cueva por los siglos de los siglos. Mas sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.

Muy enfadada, la Mujer apretó los labios, cogió su rueca y comenzó a hilar.
Pero el Bebé rompió a llorar en cuanto el Gato se marchó; la Mujer no logró apaciguarlo y él no cesó de revolverse ni de patalear hasta que se le amorató el semblante.

- Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo - dijo el Gato - , coge una hebra del hilo que estás hilando y átala al huso, luego arrastra éste por el suelo y te enseñaré un truco que hará que tu Bebé ría tan fuerte como ahora está llorando.
- Voy a hacer lo que me aconsejas - comentó la Mujer - , porque estoy a punto de volverme loca, pero no pienso darte las gracias.

Ató la hebra al pequeño y panzudo huso y empezó a arrastrarlo por el suelo. El Gato se lanzó en su persecución, lo empujó con las patas, dio una voltereta y lo tiró hacia atrás por encima de su hombro; luego lo arrinconó entre sus patas traseras, fingió que se le escapaba y volvió a abalanzarse sobre él. Viéndole hacer estas cosas, el Bebé terminó por reír tan fuerte como antes llorara, gateó en pos de su amigo y estuvo retozando por toda la cueva hasta que, ya fatigado, se acomodó para descabezar un sueño con el Gato en brazos.

- Ahora - dijo el Gato - le voy a cantar A Bebé una canción que le mantendrá dormido durante una hora.

Y comenzó a ronronear subiendo y bajando el tono hasta que el Bebé se quedó profundamente dormido. contemplándolos, la Mujer sonrió y dijo:

- Has hecho una labor estupenda. No cabe duda de que eres muy listo, oh, Gato.

En ese preciso instante, querido mío, el humo de la fogata que estaba encendida al fondo de la cueva descendió desde el techo cubriéndolo todo de negros nubarrones, porque el humo recordaba el trato, y cuando se disipó, hete aquí que el Gato estaba cómodamente sentado junto al fuego.

- Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo - dijo el Gato - , aquí me tienes, porque me has elogiado por segunda vez y ahora podré sentarme junto al cálido fuego del fondo de la cueva por los siglos de los siglos. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.

Entonces la Mujer se enfadó mucho, muchísimo, se soltó el pelo, echó más leña al fuego, sacó la ancha paletilla de cordero y comenzó a hacer un conjuro que le impediría elogiar al Gato por tercera vez. No fue un Conjuro Cantado, querido mío, sino un Conjuro Silencioso; y, poco a poco, en la cueva se hizo un silencio tan profundo que un Ratoncito diminuto salió sigilosamente de un rincón y echó a correr por el suelo.

- Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo - dijo el Gato - , ¿forma parte de tu conjuro ese Ratoncito?
- No - repuso la Mujer, y, tirando la paletilla al suelo, se encaramó a un escabel que había frente al fuego y se apresuró a recoger su melena en una trenza por miedo a que el Ratoncito trepara por ella.
- ¡Ah! - exclamó el Gato, muy atento - , entonces ¿el Ratón no me sentará mal si me lo zampo?
- No - contestó la Mujer, trenzándose el pelo - ; zámpatelo ahora mismo y te quedaré eternamente agradecida.

El Gato dio un salto y cayó sobre el Ratón.

- Un millón de gracias, oh, Gato - dijo la Mujer - . Ni siquiera Primer Amigo es lo bastante rápido para atrapar Ratoncitos como tú lo has hecho. Debes de ser muy inteligente.

En ese preciso instante, querido mío, el cántaro de leche que estaba junto al fuego se partió en dos pedazos... ¿Cómo así?... porque recordaba el trato, y cuando la Mujer bajó del escabel... ¡hete aquí que el Gato estaba bebiendo a lametazos la leche blanca y tibia que quedaba en uno de los pedazos rotos!

- Oh, enemiga mía, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo - dijo el Gato - , aquí me tienes, porque me has elogiado por tercera vez y ahora podré beber leche blanca y tibia tres veces al día por los siglos de los siglos. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.

Entonces la Mujer rompió a reír, puso delante del Gato un cuenco de leche blanca y tibia y comentó:

- Oh, Gato, eres tan inteligente como un Hombre, pero recuerda que ni el Hombre ni el Perro han participado en el trato y no sé qué harán cuando regresen a casa.
- ¿Y a mi qué más me da? - exclamó el Gato - . Mientras tenga un lugar reservado junto al fuego y leche para beber tres veces al día me da igual lo que puedan hacer el Hombre o el Perro.

Aquella noche, cuando el Hombre y el Perro entraron en la cueva, la Mujer les contó de cabo a rabo la historia del acuerdo, y el Hombre dijo:

- Está bien, pero el Gato no ha llegado a ningún acuerdo conmigo ni con los Hombres cabales que me sucederán.

Se quitó las dos botas de cuero, cogió su pequeña hacha de piedra (y ya suman tres) y fue a buscar un trozo de madera y su cuchillo de hueso (y ya suman cinco), y colocando en fila todos los objetos, prosiguió:


- Ahora vamos a hacer un trato. Si cuando estás en la cueva no atrapas Ratones por los siglos de los siglos, arrojaré contra ti estos cinco objetos siempre que te vea y todos los Hombres cabales que me sucedan harán lo mismo.
- Ah - dijo la Mujer, muy atenta - . Este Gato es muy - listo, pero no tan listo como mi Hombre.

El Gato contó los cinco objetos (todos parecían muy contundentes) y dijo:

- Atraparé Ratones cuando esté en la cueva por los siglos de los siglos, pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
- No será así mientras yo esté cerca - concluyó el Hombre - . Si no hubieras dicho eso, habría guardado estas cosas (por los siglos de los siglos), pero ahora voy arrojar contra ti mis dos botas y mi pequeña hacha de piedra (y ya suman tres) siempre que tropiece contigo, y lo mismo harán todos los Hombres cabales que me sucedan.
- Espera un momento - terció el Perro - , yo todavía no he llegado a un acuerdo con él - sentóse en el suelo, lanzando terribles gruñidos y enseñando los dientes, y prosiguió - : Si no te portas bien con el Bebé por los siglos de los siglos mientras yo esté en la cueva, te perseguiré hasta atraparte, y cuando te coja te morderé, y lo mismo harán todos los Perros cabales que me sucedan.
- ¡Ah! - exclamó la Mujer; que estaba escuchando - . Este Gato es muy listo, pero no es tan listo como el Perro.

El Gato contó los dientes del Perro (todos parecían muy afilados) y dijo:

- Me portaré bien con el Bebé mientras esté en la cueva por los siglos de los siglos, siempre que no me tire del rabo con demasiada fuerza. Pero sigo siendo el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá.
- No será así mientras yo esté cerca - dijo el Perro - . Si no hubieras dicho eso, habría cerrado la boca por los siglos de los siglos, pero ahora pienso perseguirte y hacerte trepar a los árboles siempre que te vea, y lo mismo harán los Perros cabales que me sucedan.

A continuación, el Hombre arrojó contra el Gato sus dos botas y su pequeña hacha de piedra (que suman tres), y el Gato salió corriendo de la cueva perseguido por el Perro, que lo obligó a trepar a un árbol; y desde entonces, querido mío, tres de cada cinco Hombres cabales siempre han arrojado objetos contra el Gato cuando se topaban con él y todos los Perros cabales lo han perseguido, obligándolo a trepar a los árboles. Pero el Gato también ha cumplido su parte del trato. Ha matado Ratones y se ha portado bien con los Bebés mientras estaba en casa, siempre que no le tirasen del rabo con demasiada fuerza. Pero una vez cumplidas sus obligaciones y en sus ratos libres, es el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá, y si miras por la ventana de noche, lo verás meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su salvaje soledad... como siempre lo ha hecho.

sábado, 1 de mayo de 2010

Jorge Luis Borges - A un gato


No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.
Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
más remoto que el Ganges y el poniente,
tuya es la soledad, tuyo el secreto.
Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,
el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.

viernes, 30 de abril de 2010

Cuando en la Noche


Cuando en la noche te envuelven
las alas de tul del sueño
y tus tendidas pestañas
semejan arcos de ébano,
por escuchar los latidos
de tu corazón inquieto
y reclinar tu dormida
cabeza sobre mi pecho,
¡diera, alma mía,
cuanto poseo,
la luz, el aire
y el pensamiento!

Cuando se clavan tus ojos
en un invisible objeto
y tus labios ilumina
de una sonrisa el reflejo,
por leer sobre tu frente
el callado pensamiento
que pasa como la nube
del mar sobre el ancho espejo,
¡diera, alma mía,
cuanto deseo,
la fama, el oro,
la gloria, el genio!

Cuando enmudece tu lengua
y se apresura tu aliento,
y tus mejillas se encienden
y entornas tus ojos negros,
por ver entre sus pestañas
brillar con húmedo fuego
la ardiente chispa que brota
del volcán de los deseos,
diera, alma mía,
por cuanto espero,
la fe, el espíritu,
la tierra, el cielo.

jueves, 29 de abril de 2010

Desde Lejos


En el silencio siento pasar hora tras hora,
como un cortejo lento, acompasado y frío...
¡Ah! Cuando tú estás lejos, mi vida toda llora,
y al rumor de tus pasos hasta en sueños sonrío.

Yo sé que volverás, que brillará otra aurora
en mi horizonte, grave como un ceño sombrío;
revivirá en mis bosques tu gran risa sonora
que los cruzaba alegre como el cristal de un río.

Un día, al encontrarnos tristes en el camino,
yo puse entre tus manos pálidas mi destino
¡y nada de más grande jamás han de ofrecerte!

Mi alma es frente a tu alma como el mar frente al cielo:
pasarán entre ellas, tal la sombra de un vuelo,
¡la Tormenta y el Tiempo y la Vida y la Muerte!

miércoles, 28 de abril de 2010

Por la Noche yacíamos sobre el césped


Por la noche yacíamos sobre el césped,
Pues debajo la hierba era seca y cálida;
Y a través del cielo una bruma plateada
Se anticipaba al verano, en calma,
Permitiendo que los cirios ardan inquebrantables:
No se escuchaba el canto de los grillos,
Y sólo se oyó el murmullo de un arrollo lejano,
Y sobre la urna el débil aleteo
De los murciélagos en los fragantes cielos,
Girando brillantes en delicadas formas
Que surgen durante el crepúsculo,
Envueltos en capas oscuras;
Con pechos hirsutos y perlados ojos.

Mientras cantábamos viejas baladas que sonaron
De colina en colina, donde cómodos yacíamos,
La blanca becerra resplandeció, y los árboles
Rodearon el campo con sus oscuros brazos.

Pero cuando los otros, uno por uno,
Huyeron de mí y de la Noche,
Cuando en la casa, una por una,
Las luces se apagaron, yo permanecí solo.

El hambre asaltó mi corazón, Leí;
Sobre aquellos felices años que una vez fueron,
En las hojas marchitas que conservaban su verdor,
Las nobles letras de los muertos.

Extrañamente, sobre el silencio brotaron
Las mudas letras parlantes, y extraño
Fue el lamento desafiante de las palabras
Que probaban su valor. Entonces, oh prodigio: habló.

Habló de la Fe, el Vigor, el Valor de detenerse
Donde la duda impulsa la espalda del cobarde,
Y pronunció agudos enigmas que sugerían,
Que atraían hacia la intimidad de su celda.

Entonces, palabra a palabras, línea tras línea,
El hombre muerto me tocó desde el pasado,
Y todo al mismo tiempo me pareció
Que el alma viviente fue reflejada en mí.

Allí mi alma fue herida, girando
Sobre las empíreas alturas del pensamiento,
Llegando hasta aquello que es, atrapando
Las hondas pulsaciones del mundo.

Una melodía antigua que medía
Los pasos del tiempo, los golpes de la fortuna,
El soplo de la Muerte. Lentamente, mi trance
Fue diluyéndose, aferrada a la penosa duda.

¡Vagas palabras! Pero cuán difícil es
Darles forma, moldearlas en el discurso,
Que duro es para el intelecto hurgar
En la memoria de lo que me convertí.

Hasta ahora, el dudoso crepúsculo revela
Las colinas una vez más, donde cómodos yacíamos,
Donde la blanca becerra resplandecía, y los árboles
Rodeaban el campo con sus oscuros brazos.

Aspirada desde las tinieblas lejanas,
La brisa comenzó a temblar sobre
Las grandes hojas del sicomoro,
Penetrando todo con su inmóvil fragancia.

Reuniéndose sobre las frescas bóvedas,
Sacudió las ramas de los olmos, y pasó
Sobre las rosas abatidas; y agitó
Los lirios de un lado a otro, diciendo:

El Alba, el Amanecer. Y murió lejos.
El este y el oeste, sin un hálito de aliento,
Mezclaron sus tenues luces, como la vida y la muerte,
Para esculpir un día que jamás tendrá fin.

martes, 27 de abril de 2010

Amor Completo


¿Has anhelado, a través de los cansados días,
La visión fugaz del rostro amado?
¿Has clamado por un instante de paz
En medio del dolor de las penosas horas?
¿Has rogado por el sueño y la muerte,
Cuando el dulce e inesperado consuelo
Fue sólo sombras y aliento?
Hace mucho, demasiado, que el miedo no disminuye
Sobre estas ilusorias y reptantes flores.
Ahora descansa: pues aún en el reposo
Podrás conservar todos tus anhelos.

Debes descansar y no temer
Al acechante y sordo despertar
De una vida que transcurre a ciegas;
Llena de desperdicios y penas.
Debes despertar y pensar en lo dulce
Que es tu amor, en su íntimo ardor.
Será más dulce para los labios que conocerás,
Más dulce de lo que tu corazón intenta ocultar:
Anhelos absolutos e insatisfechos.
La respuesta a todas las esperanzas
Se cierran sobre tí, muy cerca.

Recordarás los antiguos besos,
Y aún el frío dolor que crecía.
Recordarás aquella poderosa dicha,
Y aún los ojos y las manos perdidas.
Recordarás todo el remordimiento
Por lo escasos que fueron sus besos,
El sueño perdido de cómo se conocieron
Es el sabor a miseria en tus labios marchitos.
Entonces parecía Amor, pero nacido para morir,
El Hoy es inquietud, dolor:
La bendición es el olvido, el silencio;
Mi Amor es solitario, más nunca será un secreto.

lunes, 26 de abril de 2010

Carolina



Una joven de dieciocho años, llamada Carolina, inspiró la más violenta pasión a un hombre de edad madura, y como a los cincuenta uno es, según se dice, más enamoradizo que a los veinte -aunque con muchos menos medios para complacer-, el herrumbroso pretendiente asediaba sin cesar a Carolina, que estaba lejos de corresponder a sus sentimientos. Pero esta muchacha cometió el más imperdonable de los errores: ponerle en ridículo y atormentarle, cuando debería haberse contentado con alejarse de él con frialdad y decencia. Al cabo de tres años de perseverancia por una parte y de malos tratos por la otra, el infortunado amante sucumbió a una enfermedad de la que aquel funesto amor fue en gran parte el origen.

Sintiendo cercano su fin, solicitó, como último deseo, que Carolina se dignase al menos ir a recibir su eterno adiós. La joven rechazó tajantemente este ruego. Una de sus amigas, que estaba presente, le dijo amablemente que haría bien en conceder este triste consuelo a un infeliz que moría por y para ella. Sus consejos fueron inútiles. Vinieron por segunda vez a hacerle el mismo ruego, añadiendo que el enfermo solicitaba ver a Carolina más por el interés de ella que por el suyo propio. Pero este segundo mensaje no corrió mejor suerte que el primero.

La amiga de Carolina, indignada por esta dureza hacia un moribundo, la acució con más energía y le reprochó su coquetería y malos procedimientos hacia un hombre a quien al menos podía ofrecer un instante de piedad como expiación. Carolina, cansada de tales impertinencias, consintió finalmente de muy mala gana y dijo: -Vamos, llévame a casa de tu protegido: pero sólo estaremos un momento, te lo advierto, no me gustan ni los moribundos ni los muertos.

Las dos amigas partieron finalmente. El moribundo, al ver entrar a Carolina, hizo un último esfuerzo y tomó la palabra con voz apagada:

-Ya no hay tiempo, señorita, -dijo- me habéis negado con crueldad la dicha de veros cuando os lo he rogado: sólo deseaba perdonaros mi muerte. A partir de ahora me veréis más a menudo que en el pasado. Recordad solamente que habéis tardado tres años en llevarme dolorosamente a la tumba... Adiós, señorita... Hasta esta noche.

Al acabar de decir estas palabras, que le costó un trabajo infinito pronunciar, expiró.

Carolina, presa del horror, huyó precipitadamente. Su amiga usó todos los medios posibles para calmar su extrema agitación. Carolina le suplicó que pasara la noche con ella. Dispusieron otra cama en la misma habitación, dejaron los candelabros encendidos, y las dos amigas, como no podían dormir, estuvieron mucho tiempo hablando entre ellas. De repente, hacia la medianoche, las luces se apagaron por sí solas. Carolina exclama con terror:

-¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!

Su amiga, que sólo oye ahogados suspiros, seguidos de un profundo silencio, reúne sus fuerzas y llama arrebatadamente; acude la gente de la casa, intentan encender los candelabros, pero es inútil. Al cabo de un cuarto de hora, que transcurre en medio de mortales angustias, suena el reloj. Carolina lanza un profundo suspiro, como alguien que sale de un largo sopor. Las velas se encienden solas; la gente de la casa se retira, y Carolina, con una voz agonizante, dice:

-¡Ah! ¡Por fin se ha ido!
-¿Lo has visto entonces?
-Sí, y estoy totalmente segura de que cumplirá sus amenazas.
-¡Y qué! ¿Te ha hablado?
-Esto es lo que acabo de oír: durante tres años vendré todas las noches a pasar un cuarto de hora con vos. Por lo demás, estad tranquila, no os haré ningún daño; limito mi venganza a obligaros a ver cada noche a aquel a quien habéis llevado a la tumba a causa de vuestra imprudente conducta.

La amiga, que no sentía mucha curiosidad por ver repetirse la misma escena, se negó a pasar las noches siguientes con Carolina, quien le reprochó que la abandonase a un vampiro.

Las visitas nocturnas continuaron. Carolina, bella, rica, dueña de sus acciones, y con veintiún años, quiso casarse con la esperanza de alejar al fantasma; pero el rumor de las apariciones hizo desistir a los pretendientes. Sólo uno, un gascón, llamado Señor de Forbignac, se presentó y se ofreció como esposo. La necesidad le obligó a aceptar; pero al día siguiente de las bodas (sin que llegara a saberse cómo había transcurrido la noche) el gascón desapareció con la dote y muchas joyas que no formaban parte de ella.

La amiga de Carolina, sensible a tantas desgracias, acudió junto a ella, la consoló lo mejor que pudo y la llevó a un lugar donde concluyó tristemente su penitencia. Pasados los tres años, su vampiro le anunció al fin que ya no le vería más; y cumplió su palabra. Una lección tan severa suavizó su carácter. La muerte del Señor de Forbignac, que tuvo la honestidad de no volver, dejó libre a Carolina para que pudiera casarse de nuevo, y esta vez encontró un esposo que la hizo totalmente feliz.

domingo, 25 de abril de 2010

Acuérdate de Mí


Llora en silencio mi alma solitaria,
excepto cuando esté mi corazón
unido al tuyo en celestial alianza
de mutuo suspirar y mutuo amor.

Es la llama de mi alma cual aurora,
brillando en el recinto sepulcral:
casi extinta, invisible, pero eterna...
ni la muerte la puede mancillar.

¡Acuérdate de mí!... Cerca a mi tumba
no pases, no, sin regalarme tu plegaria;
para mi alma no habrá mayor tortura
que el saber que has olvidado mi dolor.

Oye mi última voz. No es un delito
rogar por los que fueron. Yo jamás
te pedí nada: al expirar te exijo
que sobre mi tumba derrames tus lágrimas.

sábado, 24 de abril de 2010

La Voz



Como miradas llameantes,
Blancas y brillantes,
Lanzadas por la pálida luna
Desde su tranquila esfera,
Cayendo sobre las aguas insomnes
De un solitario mar,
Vibrando en las olas del viento,
Atribuladas, lastimeras,
Temblando y muriendo.

Como lágrimas de tristeza
Que las madres han derramado
-Plegarias que mañana serán en vano-
Cuando la flor por la que lloran
Yazga fría y muerta;
Aplastada contra la frente,
Caída sobre el pecho ardiente;
Sin traer paz ni descanso.

Como ondas luminosas que caen,
Con un movimiento natural,
Sobre la orilla infernal
De un espumoso Océano;
Una rosa salvaje se arrastra por el muro,
Un racimo de sol cae en la sala en ruinas,
Cuerdas de una melodía alegre en el funeral,
Tan triste que ha logrado confortar
Este profundo corazón soberbio,
Tan ansioso y doloroso,
Tan confundido y apenado,
Con pensamientos de intolerable cambio,
-Tal es aquel contraste extraño-
Y tu voz inolvidable, tu acento arribando
Como viajero desde el extremo del mundo
Hasta su antiguo palacio.

Todo es en vano, todas las cosas son en vano,
Tu voz golpeó sobre mis oídos otra vez,
Aquellos tonos de melancolía tan dulce e inmóvil;
Aquellos tonos como un laúd oscuro y olvidado
-Que todavía penetran en mis oídos-
Volaron sobre toda mi voluntad,
Y no pudieron sacudirla;
Quemaron mi corazón con su propia sangre,
Y no pudieron quebrarlo

jueves, 22 de abril de 2010

Primer Amor


Nunca fui golpeado antes de esa hora
Por un amor tan dulce y repentino,
Su rostro floreció con aires marinos
Y se llevó mi corazón lejos, definitivamente.
Mi rostro empalideció con el blanco de los muertos,
Mis piernas se negaron a marchar,
Y cuando ella miró ¿a quién podría reclamar?
Mi vida y mi todo se convertían en piedras de sal.

Entonces la sangre se apresuró en mi rostro
Y arrebató aquel paisaje de mis ojos,
Los árboles y arbustos del lugar
Fueron mediodía y crepúsculo.
No pude ver una sola cosa,
Palabras había en mis ojos
-Hablando con el acorde de las cadenas-
Y la sangre ardiente se volcó a mi corazón.

¿Tienen las flores la elección del invierno?
¿Es el lecho del amor siempre helado?
Parecía que ella oía mi silenciosa voz,
El amor no es un llamado al saber.
Yo nunca vi un rostro tan dulce
Como aquel que estaba frente a mi.
Desde entonces mi corazón abandonó mi cuerpo,
Y ya nunca retornó.