viernes, 30 de abril de 2010

Cuando en la Noche


Cuando en la noche te envuelven
las alas de tul del sueño
y tus tendidas pestañas
semejan arcos de ébano,
por escuchar los latidos
de tu corazón inquieto
y reclinar tu dormida
cabeza sobre mi pecho,
¡diera, alma mía,
cuanto poseo,
la luz, el aire
y el pensamiento!

Cuando se clavan tus ojos
en un invisible objeto
y tus labios ilumina
de una sonrisa el reflejo,
por leer sobre tu frente
el callado pensamiento
que pasa como la nube
del mar sobre el ancho espejo,
¡diera, alma mía,
cuanto deseo,
la fama, el oro,
la gloria, el genio!

Cuando enmudece tu lengua
y se apresura tu aliento,
y tus mejillas se encienden
y entornas tus ojos negros,
por ver entre sus pestañas
brillar con húmedo fuego
la ardiente chispa que brota
del volcán de los deseos,
diera, alma mía,
por cuanto espero,
la fe, el espíritu,
la tierra, el cielo.

jueves, 29 de abril de 2010

Desde Lejos


En el silencio siento pasar hora tras hora,
como un cortejo lento, acompasado y frío...
¡Ah! Cuando tú estás lejos, mi vida toda llora,
y al rumor de tus pasos hasta en sueños sonrío.

Yo sé que volverás, que brillará otra aurora
en mi horizonte, grave como un ceño sombrío;
revivirá en mis bosques tu gran risa sonora
que los cruzaba alegre como el cristal de un río.

Un día, al encontrarnos tristes en el camino,
yo puse entre tus manos pálidas mi destino
¡y nada de más grande jamás han de ofrecerte!

Mi alma es frente a tu alma como el mar frente al cielo:
pasarán entre ellas, tal la sombra de un vuelo,
¡la Tormenta y el Tiempo y la Vida y la Muerte!

miércoles, 28 de abril de 2010

Por la Noche yacíamos sobre el césped


Por la noche yacíamos sobre el césped,
Pues debajo la hierba era seca y cálida;
Y a través del cielo una bruma plateada
Se anticipaba al verano, en calma,
Permitiendo que los cirios ardan inquebrantables:
No se escuchaba el canto de los grillos,
Y sólo se oyó el murmullo de un arrollo lejano,
Y sobre la urna el débil aleteo
De los murciélagos en los fragantes cielos,
Girando brillantes en delicadas formas
Que surgen durante el crepúsculo,
Envueltos en capas oscuras;
Con pechos hirsutos y perlados ojos.

Mientras cantábamos viejas baladas que sonaron
De colina en colina, donde cómodos yacíamos,
La blanca becerra resplandeció, y los árboles
Rodearon el campo con sus oscuros brazos.

Pero cuando los otros, uno por uno,
Huyeron de mí y de la Noche,
Cuando en la casa, una por una,
Las luces se apagaron, yo permanecí solo.

El hambre asaltó mi corazón, Leí;
Sobre aquellos felices años que una vez fueron,
En las hojas marchitas que conservaban su verdor,
Las nobles letras de los muertos.

Extrañamente, sobre el silencio brotaron
Las mudas letras parlantes, y extraño
Fue el lamento desafiante de las palabras
Que probaban su valor. Entonces, oh prodigio: habló.

Habló de la Fe, el Vigor, el Valor de detenerse
Donde la duda impulsa la espalda del cobarde,
Y pronunció agudos enigmas que sugerían,
Que atraían hacia la intimidad de su celda.

Entonces, palabra a palabras, línea tras línea,
El hombre muerto me tocó desde el pasado,
Y todo al mismo tiempo me pareció
Que el alma viviente fue reflejada en mí.

Allí mi alma fue herida, girando
Sobre las empíreas alturas del pensamiento,
Llegando hasta aquello que es, atrapando
Las hondas pulsaciones del mundo.

Una melodía antigua que medía
Los pasos del tiempo, los golpes de la fortuna,
El soplo de la Muerte. Lentamente, mi trance
Fue diluyéndose, aferrada a la penosa duda.

¡Vagas palabras! Pero cuán difícil es
Darles forma, moldearlas en el discurso,
Que duro es para el intelecto hurgar
En la memoria de lo que me convertí.

Hasta ahora, el dudoso crepúsculo revela
Las colinas una vez más, donde cómodos yacíamos,
Donde la blanca becerra resplandecía, y los árboles
Rodeaban el campo con sus oscuros brazos.

Aspirada desde las tinieblas lejanas,
La brisa comenzó a temblar sobre
Las grandes hojas del sicomoro,
Penetrando todo con su inmóvil fragancia.

Reuniéndose sobre las frescas bóvedas,
Sacudió las ramas de los olmos, y pasó
Sobre las rosas abatidas; y agitó
Los lirios de un lado a otro, diciendo:

El Alba, el Amanecer. Y murió lejos.
El este y el oeste, sin un hálito de aliento,
Mezclaron sus tenues luces, como la vida y la muerte,
Para esculpir un día que jamás tendrá fin.

martes, 27 de abril de 2010

Amor Completo


¿Has anhelado, a través de los cansados días,
La visión fugaz del rostro amado?
¿Has clamado por un instante de paz
En medio del dolor de las penosas horas?
¿Has rogado por el sueño y la muerte,
Cuando el dulce e inesperado consuelo
Fue sólo sombras y aliento?
Hace mucho, demasiado, que el miedo no disminuye
Sobre estas ilusorias y reptantes flores.
Ahora descansa: pues aún en el reposo
Podrás conservar todos tus anhelos.

Debes descansar y no temer
Al acechante y sordo despertar
De una vida que transcurre a ciegas;
Llena de desperdicios y penas.
Debes despertar y pensar en lo dulce
Que es tu amor, en su íntimo ardor.
Será más dulce para los labios que conocerás,
Más dulce de lo que tu corazón intenta ocultar:
Anhelos absolutos e insatisfechos.
La respuesta a todas las esperanzas
Se cierran sobre tí, muy cerca.

Recordarás los antiguos besos,
Y aún el frío dolor que crecía.
Recordarás aquella poderosa dicha,
Y aún los ojos y las manos perdidas.
Recordarás todo el remordimiento
Por lo escasos que fueron sus besos,
El sueño perdido de cómo se conocieron
Es el sabor a miseria en tus labios marchitos.
Entonces parecía Amor, pero nacido para morir,
El Hoy es inquietud, dolor:
La bendición es el olvido, el silencio;
Mi Amor es solitario, más nunca será un secreto.

lunes, 26 de abril de 2010

Carolina



Una joven de dieciocho años, llamada Carolina, inspiró la más violenta pasión a un hombre de edad madura, y como a los cincuenta uno es, según se dice, más enamoradizo que a los veinte -aunque con muchos menos medios para complacer-, el herrumbroso pretendiente asediaba sin cesar a Carolina, que estaba lejos de corresponder a sus sentimientos. Pero esta muchacha cometió el más imperdonable de los errores: ponerle en ridículo y atormentarle, cuando debería haberse contentado con alejarse de él con frialdad y decencia. Al cabo de tres años de perseverancia por una parte y de malos tratos por la otra, el infortunado amante sucumbió a una enfermedad de la que aquel funesto amor fue en gran parte el origen.

Sintiendo cercano su fin, solicitó, como último deseo, que Carolina se dignase al menos ir a recibir su eterno adiós. La joven rechazó tajantemente este ruego. Una de sus amigas, que estaba presente, le dijo amablemente que haría bien en conceder este triste consuelo a un infeliz que moría por y para ella. Sus consejos fueron inútiles. Vinieron por segunda vez a hacerle el mismo ruego, añadiendo que el enfermo solicitaba ver a Carolina más por el interés de ella que por el suyo propio. Pero este segundo mensaje no corrió mejor suerte que el primero.

La amiga de Carolina, indignada por esta dureza hacia un moribundo, la acució con más energía y le reprochó su coquetería y malos procedimientos hacia un hombre a quien al menos podía ofrecer un instante de piedad como expiación. Carolina, cansada de tales impertinencias, consintió finalmente de muy mala gana y dijo: -Vamos, llévame a casa de tu protegido: pero sólo estaremos un momento, te lo advierto, no me gustan ni los moribundos ni los muertos.

Las dos amigas partieron finalmente. El moribundo, al ver entrar a Carolina, hizo un último esfuerzo y tomó la palabra con voz apagada:

-Ya no hay tiempo, señorita, -dijo- me habéis negado con crueldad la dicha de veros cuando os lo he rogado: sólo deseaba perdonaros mi muerte. A partir de ahora me veréis más a menudo que en el pasado. Recordad solamente que habéis tardado tres años en llevarme dolorosamente a la tumba... Adiós, señorita... Hasta esta noche.

Al acabar de decir estas palabras, que le costó un trabajo infinito pronunciar, expiró.

Carolina, presa del horror, huyó precipitadamente. Su amiga usó todos los medios posibles para calmar su extrema agitación. Carolina le suplicó que pasara la noche con ella. Dispusieron otra cama en la misma habitación, dejaron los candelabros encendidos, y las dos amigas, como no podían dormir, estuvieron mucho tiempo hablando entre ellas. De repente, hacia la medianoche, las luces se apagaron por sí solas. Carolina exclama con terror:

-¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!

Su amiga, que sólo oye ahogados suspiros, seguidos de un profundo silencio, reúne sus fuerzas y llama arrebatadamente; acude la gente de la casa, intentan encender los candelabros, pero es inútil. Al cabo de un cuarto de hora, que transcurre en medio de mortales angustias, suena el reloj. Carolina lanza un profundo suspiro, como alguien que sale de un largo sopor. Las velas se encienden solas; la gente de la casa se retira, y Carolina, con una voz agonizante, dice:

-¡Ah! ¡Por fin se ha ido!
-¿Lo has visto entonces?
-Sí, y estoy totalmente segura de que cumplirá sus amenazas.
-¡Y qué! ¿Te ha hablado?
-Esto es lo que acabo de oír: durante tres años vendré todas las noches a pasar un cuarto de hora con vos. Por lo demás, estad tranquila, no os haré ningún daño; limito mi venganza a obligaros a ver cada noche a aquel a quien habéis llevado a la tumba a causa de vuestra imprudente conducta.

La amiga, que no sentía mucha curiosidad por ver repetirse la misma escena, se negó a pasar las noches siguientes con Carolina, quien le reprochó que la abandonase a un vampiro.

Las visitas nocturnas continuaron. Carolina, bella, rica, dueña de sus acciones, y con veintiún años, quiso casarse con la esperanza de alejar al fantasma; pero el rumor de las apariciones hizo desistir a los pretendientes. Sólo uno, un gascón, llamado Señor de Forbignac, se presentó y se ofreció como esposo. La necesidad le obligó a aceptar; pero al día siguiente de las bodas (sin que llegara a saberse cómo había transcurrido la noche) el gascón desapareció con la dote y muchas joyas que no formaban parte de ella.

La amiga de Carolina, sensible a tantas desgracias, acudió junto a ella, la consoló lo mejor que pudo y la llevó a un lugar donde concluyó tristemente su penitencia. Pasados los tres años, su vampiro le anunció al fin que ya no le vería más; y cumplió su palabra. Una lección tan severa suavizó su carácter. La muerte del Señor de Forbignac, que tuvo la honestidad de no volver, dejó libre a Carolina para que pudiera casarse de nuevo, y esta vez encontró un esposo que la hizo totalmente feliz.

domingo, 25 de abril de 2010

Acuérdate de Mí


Llora en silencio mi alma solitaria,
excepto cuando esté mi corazón
unido al tuyo en celestial alianza
de mutuo suspirar y mutuo amor.

Es la llama de mi alma cual aurora,
brillando en el recinto sepulcral:
casi extinta, invisible, pero eterna...
ni la muerte la puede mancillar.

¡Acuérdate de mí!... Cerca a mi tumba
no pases, no, sin regalarme tu plegaria;
para mi alma no habrá mayor tortura
que el saber que has olvidado mi dolor.

Oye mi última voz. No es un delito
rogar por los que fueron. Yo jamás
te pedí nada: al expirar te exijo
que sobre mi tumba derrames tus lágrimas.

sábado, 24 de abril de 2010

La Voz



Como miradas llameantes,
Blancas y brillantes,
Lanzadas por la pálida luna
Desde su tranquila esfera,
Cayendo sobre las aguas insomnes
De un solitario mar,
Vibrando en las olas del viento,
Atribuladas, lastimeras,
Temblando y muriendo.

Como lágrimas de tristeza
Que las madres han derramado
-Plegarias que mañana serán en vano-
Cuando la flor por la que lloran
Yazga fría y muerta;
Aplastada contra la frente,
Caída sobre el pecho ardiente;
Sin traer paz ni descanso.

Como ondas luminosas que caen,
Con un movimiento natural,
Sobre la orilla infernal
De un espumoso Océano;
Una rosa salvaje se arrastra por el muro,
Un racimo de sol cae en la sala en ruinas,
Cuerdas de una melodía alegre en el funeral,
Tan triste que ha logrado confortar
Este profundo corazón soberbio,
Tan ansioso y doloroso,
Tan confundido y apenado,
Con pensamientos de intolerable cambio,
-Tal es aquel contraste extraño-
Y tu voz inolvidable, tu acento arribando
Como viajero desde el extremo del mundo
Hasta su antiguo palacio.

Todo es en vano, todas las cosas son en vano,
Tu voz golpeó sobre mis oídos otra vez,
Aquellos tonos de melancolía tan dulce e inmóvil;
Aquellos tonos como un laúd oscuro y olvidado
-Que todavía penetran en mis oídos-
Volaron sobre toda mi voluntad,
Y no pudieron sacudirla;
Quemaron mi corazón con su propia sangre,
Y no pudieron quebrarlo

jueves, 22 de abril de 2010

Primer Amor


Nunca fui golpeado antes de esa hora
Por un amor tan dulce y repentino,
Su rostro floreció con aires marinos
Y se llevó mi corazón lejos, definitivamente.
Mi rostro empalideció con el blanco de los muertos,
Mis piernas se negaron a marchar,
Y cuando ella miró ¿a quién podría reclamar?
Mi vida y mi todo se convertían en piedras de sal.

Entonces la sangre se apresuró en mi rostro
Y arrebató aquel paisaje de mis ojos,
Los árboles y arbustos del lugar
Fueron mediodía y crepúsculo.
No pude ver una sola cosa,
Palabras había en mis ojos
-Hablando con el acorde de las cadenas-
Y la sangre ardiente se volcó a mi corazón.

¿Tienen las flores la elección del invierno?
¿Es el lecho del amor siempre helado?
Parecía que ella oía mi silenciosa voz,
El amor no es un llamado al saber.
Yo nunca vi un rostro tan dulce
Como aquel que estaba frente a mi.
Desde entonces mi corazón abandonó mi cuerpo,
Y ya nunca retornó.

miércoles, 21 de abril de 2010

La Novia del Mar


Negro telar de riscos, tierras altas detrás de mí,
Oscuras son las arenas de la distante costa;
Sombríos son los caminos rocosos que me recuerdan
Con tristeza los días perdidos en el Nunca Más.

Suaves, las olas del océano acarician las rocas,
Dulce y familiar es aquel sonido hondo;
Aquí, con su cabeza sobre mi hombro
He caminado con Unda, La Novia del Mar.

Brillante fue la aurora de mi juventud cuando la conocí,
Dulce como la brisa que sopla sobre la hierba.
Rápido fui capturado en las más sólidas cadenas del Amor,
Era feliz estando aquí, y Ella era feliz conmigo.

Nunca le pregunté por dónde había vagado,
Nunca me preguntó por mi pasado:
Felices como niños: no pensamos ni soñamos,
Sólo disfrutamos de la abundancia de la tierra y el océano.

Cuando la luz de la luna tocó su suave melodía,
Alta en el acantilado, sobre las aguas que contemplamos,
Su cabello fue atado con una guirnalda de sauces,
Desplumado en la fuente de un bosque encantado.

Extrañamente, ella miraba aquel vaivén repentino,
Deslumbrada ante la luz, encantada por el sonido:
Entonces las olas de salvaje aspecto la reclamaron,
Severas como el océano y crueles como la noche.

Fríamente ella me dejó, sorprendido y llorando,
De pie, en soledad, entre las legiones que ella bendijo:
Hacia abajo, siempre abajo. A medias cayendo, a medias volando,
La dulce Unda robó los secretos malditos del mar.

La calma creció sobre las aguas, y los azotes tumultuosos
Fueron un monótono balanceo mientras Unda, la Hermosa,
Pasó por las arenas húmedas con afectuoso saludo,
Oculta para mí, ya nunca estuvo allí.

Largos años vagué por las rocas donde ella se desvaneció,
Altas lunas ascendieron y cayeron otra vez.
Gris rompió el alba hasta que la triste noche fue desterrada,
Mi corazón permaneció allí, con su infinito dolor.

He recorrido el amplio mundo en busca de mi amada;
Vagué por el lejano desierto y las distantes aguas.
Hasta que sobre una ola, mientras la tormenta rugía,
Vislumbré un rostro que me embargó de calma y felicidad.

Nunca en mi inquietud he tropezado
Al buscar los pálidos destellos de mi camino.
Ahora me he extraviado donde las olas tiemblan,
De vuelta en el escenario del ayer abandonado.

¡Mira! La luna se alza roja sobre las brumas del mar,
Se eleva en una ominosa grandeza, digna de contemplar;
Extraño es su rostro, como mis torturados ojos que ven
Sobre el inabarcable reflejo de la luz y el azul.

Directo desde la luna, hasta la orilla donde estoy suspirando,
Surge un puente brillante, hecho de anhelos y diamantes.
Frágil puede ser, pero qué sencillo resulta intentarlo:
Vagar desde la tierra hasta el orbe de los sueños olvidados.

¿Qué rostro aparece bajo el luctuoso ojo de la luna?
¿He encontrado por fin a la doncella que huyó?
Sobre el puente delicado mis pasos se acercan,
Su fantasma de ternura acelera mi marcha.

Las corrientes me rodean, y suave me balanceo,
Lejos, sobre el sendero de la luna finalmente la veo.
Impaciente, a medias cayendo, a medias rezando,
Avancé hasta alcanzar aquella visión de la Gracia.

Las aguas murmurantes se cierran sobre mi,
Suave, la visión se acerca con ternura.
Mis hechos han concluido. Mi corazón reposa sin lugar,
A salvo eternamente con mi amada: La Novia del Mar.

martes, 20 de abril de 2010

La casa de los deseos


La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana, experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex, que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde. Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo.

-Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy -explicó-, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!
-Pero a ti no te pasa nada -dijo su anfitriona-. Por ti no pasan los años, Liz.
La señora Fettley sonrió e intentó combinar dos retazos a su gusto.
-Sí., y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no?

La señora Ashcroft negó lentamente con la cabeza -todo lo hacía lentamente- y siguió cosiendo un forro de arpillera en un cesto de paja para herramientas adornado con cintas de algodón. La señora Fettley siguió cosiendo retazos a la luz primaveral que entraba entre los geranios del alféizar, y ambas se quedaron calladas un rato.

-¿Qué tal es esa nueva visitadora tuya? -preguntó la señora Fettley con un gesto hacia la puerta. Como era muy miope, al entrar casi se había tropezado con aquella señora.
La señora Ashcroft suspendió la gran aguja de coser el forro con un gesto tranquilo antes de pincharla.
-Salvo que no te cuenta nada de lo que pasa por ahí, no tengo nada especial contra ella.
-La nuestra, la de Keyneslade -dijo la señora Fettley- habla sin parar y es muy compasiva, pero no se para a escuchar. Dale que dale, que no la oyes más que a ella.
-Ésta no habla mucho. Yo creo que quiere hacerse de esas monjas protestantes, o algo así.
-La nuestra está casada, pero dicen que como si nada... -la señora Fettley levantó la barbilla huesuda-. ¡Dios mío! ¡Esos malditos altobuses arman un terremoto!

La casita revestida de azulejo tembló al paso de dos autobuses especiales de cuarenta plazas que se dirigían al partido de Bush Tye; detrás de ellos humeaba el autobús «del mercado» de todos los sábados. camino de la capital del condado, y de una de las tabernas abarrotadas salió un cuarto vehículo a sumarse a la procesión, impidiendo el paso de los coches que iban de excursión en sentido opuesto.

-Sigues teniendo la lengua tan larga como siempre, Liz -observó la señora Ashcroft.
-Sólo cuando estoy contigo. El resto del tiempo soy la típica agüelita: tres nietos ya.
-Apuesto que ese cesto es para uno de tus nietos, ¿a que sí?
-Es para Arthur, el mayor de mi Jane.
-Pero no trabaja en ninguna parte, ¿verdad?
-No. Es para cuando van de gira.
-Tienes suerte. Mi Willie se pasa la vida pidiéndome dinero para comprar uno de esos arradios que pone la gente en el jardín para oír la música que dan de Londres y todo eso. Y encima se lo doy... ¡Si es que soy tonta!
-Y, ¿a que no te da un beso de gracias después? -la sonrisa de la señora Ashcroft parecía dirigirse a ella misma.
-Y tanto. Los chicos de ahora no se pueden comparar con los de hace cuarenta años. Muchos derechos y nada de obligaciones. ¡Y se lo aguantamos! ¡Si es que somos tontas! ¡Willie me pide tres chelines cada vez!
-Si es que se creen que el dinero crece en los árboles... -dijo la señora Ashcroft.
-Y la semana pasada -siguió la otra- mi hija va y pide un cuarto de libra de tocino al carnicero y va y le dice que se lo corte, que no va ella a molestarse en cortarlo.
-Apuesto que se lo cobró.
-Apuesto que sí. Me dijo que aquella tarde había una sesión de tresillos en la asociación de mujeres y que no iba a molestarse ella en picarlo.
-¡Mira que!

La señora Ashcroft dio los últimos toques al cesto. Apenas había terminado cuando llegó corriendo su nieto de dieciséis años, con una de las tantas muchachas que lo seguían a todas partes, recorrió el sendero del jardín preguntando a voces si ya estaba listo el cesto, lo agarró y se marchó sin dar las gracias. La señora Fettley lo contempló atentamente.

-Van de gira no sé dónde -explicó la señora Ashcroft.
-¡Ah! -dijo la otra entornando los ojos-. Apuesto a que no las deja en paz si le dan una oportunidad. Ahora que lo pienso. ¿a quién demonios me recuerda?
-Tienen que apañárselas por su cuenta... igual que nosotras a su edad -dijo la señora Ashcroft empezando a preparar el té.
-Tú sí que te las apañabas bien, Gracie -dijo la señora Fettley.
-¿De qué hablas ahora?
-No sé... Pero de repente me acuerdo de aquella mujer de Rye... no me acuerdo cómo se llamaba... Barnsley, ¿no?
-Quieres decir Batten... Polly Batten.
-Eso es... Polly Batten. Aquel día que se te echó encima con un tenedor de la paja -era cuando íbamos a la trilla en Smalldene- por quitarle el novio.
-Pero, ¿no me oíste decirle que por mí se lo podía quedar? -la señora Ashcroft tenía la sonrisa y la voz más suaves que nunca.
-Claro, y todos creíamos que te iba a clavar el tenedor en el pecho cuando se lo dijiste.
-No... Polly nunca se pasaba. Era demasiado fuguillas para llegar hasta el final.
-Pues a mí siempre me pareció -dijo la señora Fettley tras una pausa- que lo más tonto del mundo es que dos mujeres se peleen por un hombre. Es como un perro con dos amos.
-A lo mejor. Pero, ¿por qué te acuerdas ahora de todo eso, Liz?
-La cara del chico y la forma de andar. No lo había visto desde que era rapaz. A tu Jane no le vi nada así, pero este chico... este chico. ¡Pero si es como volver a ver a Jim Batten otra vez! ... ¿Eh?
-A lo mejor. Las hay que lo dicen... claro que ellas son estériles.
-¡Ah! ¡Bueno, bueno! ¡Hay que ver, hay que ver! ... Y ya hace años que murió Jim Batten...
-Veintisiete años -respondió brevemente la señora Ashcroft-. ¿Quieres servirlo tú, Liz?

La señora Fettley sirvió las tostadas con mantequilla., el pan de higos, el té hervido, amargo como el pecado., conserva casera de peras y una cola de cerdo hervida, fría, para bajar los bollos. Lo elogió todo cumplidamente.

-Sí., a mí no me gusta maltratar la panza -dijo pensativa la señora Ashcroft-. Sólo se vive una vez.
-Pero., ¿no te sientes pesada a veces? -le sugirió su invitada.
-La enfermera dice que es más fácil que me muera de una indigestión que de la pierna -comentó la señora Ashcroft. que tenía desde hace mucho tiempo una úlcera en el tobillo para la que necesitaba la asistencia constante de la enfermera del pueblo, que presumía (o dejaba que lo hicieran otros por ella) que desde su toma de posesión le había hecho ya ciento tres curas.
-¡Y con lo dispuesta que has sido siempre! Te ha venido todo demasiado pronto. Mira que te he visto empeorar -dijo la señora Fettley en tono verdaderamente afectuoso.
-A todos nos tiene que dar algo alguna vez. Entodavía me queda el corazón -fue la respuesta de la señora Ashcroft.
-Siempre has tenido un corazón que vale por tres. Da gusto recordarlo cuando va una apagándose.
-Bueno, tú también tienes cosas que recordar -contestó la señora Ashcroft.
-Y tanto. Pero no pienso demasiado en esas cosas salvo cuando estoy contigo, Gra. Para recordar no hay como las amistades.

La señora Fettley, con la boca medio abierta. se quedó mirando el calendario de colores de la tienda de comestibles. La casita volvía a retemblar al paso de los automóviles, y el campo de fútbol repleto, al otro lado del jardín, hacía casi tanto ruido como los coches, porque la gente del pueblo estaba entregada a sus diversiones del sábado. La señora Fettley llevaba un rato hablando con gran precisión y sin interrumpirse, hasta que se secó los ojos.

-Y entonces -concluyó- me leyeron su esquela en los papeles el mes pasado. Claro que ya no era asunto mío... porque hacía tanto tiempo que no le había puesto la vista encima. Claro que no podía decir ni hacer nada. Y tampoco tengo derecho a ir a Eastbourne a ver su tumba. Llevo tiempo pensando en ir un día en el altobús, pero en casa me iban a freír a preguntas. De manera que ya no me queda ni eso para consolarme.
-¿Pero has tenido tus satisfacciones?
-¡Y tanto que sí! Los cuatro años que trabajó en el tren cerca de casa. Y los otros maquinistas le hicieron un funeral muy güeno.
-Entonces no puedes quejarte. ¿Otra taza de té?

Al ir bajando el sol, la luz y el aire habían ido cambiando, y las dos ancianas cerraron la puerta de la cocina para que no entrase el fresco. Se veía a un par de arrendajos que piaban y revoloteaban en los dos manzanos del jardín. Ahora le tocaba hablar a la señora Ashcroft, que tenía los codos puestos en la mesita del té y la pierna enferma apoyada en un taburete...

-¡Nunca lo hubiera creído! ¿Y qué dijo tu marido de todo eso? -preguntó la señora Fettley cuando cesó el relato hecho en voz grave.
-Dijo que por él podía irme donde me diera la gana. Pero como estaba en cama dije que lo cuidaría. Ya sabía él que no iba a aprovecharme mientras estuviera así de malo. Duró ocho o nueve semanas. Entonces le dio corno un ataque y se quedó varios días quieto como una piedra. Entonces un día se levanta en la cama y va y dice: «Reza para que ningún hombre te trate como me has tratado tú a mí.» Y yo digo: «¿Y tú?» Porque ya sabes tú, Liz, cómo era él con las mujeres. «Los dos», dice él, «pero yo me estoy muriendo y veo lo que te va a pasar». Se murió un domingo y lo enterramos el jueves... Y mira que lo había querido yo... antes o... no sé.
-No me lo habías dicho nunca -aventuró la señora Fettley.
-Te lo digo por lo que acabas de decirme tú. Cuando se murió escribí para decir que ya estaba libre a aquella señora Marshall de Londres... con la que empecé de pincha de cocina hace... ¡tantos anos, Dios mío! Se alegró mucho, porque ellos se estaban haciendo viejos y yo ya sabía sus mañas. ¿Te acuerdas, Liz, que de vez en cuando me ponía a servir hace años... cuando necesitábamos dinero o mi marido... no estaba en casa?
-Es verdad que pasó seis meses en la cárcel de Chichester, ¿no? -murmuró la señora Fettley-. Nunca supimos bien lo que había pasado.
-Podía haber sido más, pero el otro no murió.
-No tuvo que ver contigo, ¿verdad, Gra?
-¡No! Aquella vez fue por la mujer del otro. Y entonces, cuando se murió mi hombre, volví a ponerme a servir con los Marshall, de cocinera, a comer como los señores y a que todos me llamaran señora Ashcroft. Fue el año que te marchaste tú a Portsmouth.
-A Cosham -corrigió la señora Fettley-. Entonces estaban construyendo bastante allí. Primero se fue mi marido y alquiló un cuarto, y después me fui yo.
-Bueno, pues me pasé un año o así en Londres y fue como un suspiro, con cuatro comidas al día y una vida de lo más tranquila. Entonces, hacia el otoño, se fueron los dos de viaje, a Francia o algo así, y me dijeron que volviera yo después, porque no podían pasarse sin mí. Puse la casa en orden para la guardesa y después me vine aquí con mi hermana Bessie, con todos los meses pagados y todo el mundo contento de volver a verme.
-Eso debió ser cuando yo estaba en Cosham -dijo la señora Fettley.
-Te acordarás, Liz, que en aquellos tiempos la gente no andaba con aquellos orgullos tontos, igual que no había cines ni campeonatos de tresillos. Fueses hombre o mujer, tomabas cualquier trabajo que te dieran un chelín. ¿No es verdad? Yo estaba agotada después de Londres, y creí que el aire del campo me sentaría. Así que me quedé en Smalldene y echaba una mano cuando había que sacar las patatas tempranas o matar gallinas... Todo eso. ¡Anda. que no se hubieran reído de mí en Londres si me hubieran visto con botas de hombre y las enaguas remangadas!
-¿Y te pintó bien? -preguntó la señora Fettley.
-La verdad es que no fui allí por eso. Tú sabes tan bien corno yo que las cosas nunca pasan hasta que han pasado. El corazón no te advierte de nada cuando te va a pasar algo hasta que ya te ha pasado. No nos enteramos de las cosas hasta que ya han pasado.
-¿Quién fue?
-Arrv Mockler -dijo la señora Ashcroft, al mismo tiempo que hacía una mueca. Le dolía la pierna enferma.
-¿Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! ;Y yo nunca me lo malicié!
La señora Ashcroft asintió:
-Y yo me decía, y me lo creía, que lo que pasaba era que me gustaba trabajar en el campo.
-¿Y cómo fue?
-Lo de siempre. Al principio, estupendo... y después peor que nada. Debí haberme dado cuenta, porque tuve advertencias de sobra, pero no les hice caso. Porque una vez estábamos quemando basura, justo cuando estábamos empezando a conocernos bien. Era un poco demasiado pronto para quemarla, y se lo dije. «¡No!», va y dice él, «cuanto antes acabemos con esta porquería, mejor», dice. Tenía un gesto muy duro cuando me dijo eso. Entonces me di cuenta. de que me había encontrado con un hombre de verdad, que nunca me había pasado antes. Siempre había mandado yo.
-¡Sí, es verdad! O mandas tú o mandan ellos -suspiró la otra-. A mí me gustan las cosas como deben ser.
-A mí no, pero a 'Arry sí... Por entonces tenía yo que volverme a Londres. Me resultó imposible. ¡Lo juro! Conque fui y un lunes por la mañana me eché un chorro de agua hirviendo en el brazo izquierdo y en la mano. Así me podía quedar allí otros quince días.
-¿Y valió la pena? -preguntó la señora Fettley, contemplando la cicatriz blanquecina en el antebrazo arrugado de la señora Ashcroft.
Ésta asintió:
-Y después nos las arreglarnos entre los dos para que él pudiera venir a Londres a buscar trabajo en unas cocheras cerca de donde estaba yo. Y se lo dieron. Ya me encargué yo. Su madre nunca se malició nada. Él se vino a Londres y ahí vivimos los dos, a menos de un kilómetro de distancia.
-Pero le pagarías el viaje tú... -dijo la señora Fettley, convencida de ello.
La señora Ashcroft volvió a asentir:
-Para él todo me parecía poco. Era mi hombre. ¡Ay, Dios mío! ¡Lo que nos reíamos cuando salíamos de paseo por aquellas calles adoquinadas al atardecer, aunque a mí me dolían los callos con aquellas botitas! Nunca lo había pasado así de bien. ¡Nunca en mi vida! ¡Y él tampoco!
La señora Fettley echó una risita de solidaridad.
-¿Y cómo fue que acabaron? -preguntó.
-Cuando me lo devolvió todo, hasta el último penique. Entonces lo comprendí, pero no quería comprenderlo. «Has sido muy amable conmigo», va y me dice. Y yo le digo: «¡Amable! ¿Me dices eso a mí?» Pero él va y me sigue diciendo lo buena que he sido con él y que nunca en la vida lo va a olvidar. Estuve sin creérmelo dos o tres días, porque no quería creérmelo. Entonces va y me dice que no estaba contento con su trabajo en la cochera, y que los otros están abusando de él, y todas esas mentiras que cuentan los hombres cuando van a dejarla a una. Lo dejé que hablara todo lo que quisiera, sin ayudarlo ni discutirle. Cuando acabó de hablar me quité un broche que me había regalado y le digo: «Vale. No te pido nada.» Y me di la güelta y me marché a sufrir a solas. Y él no insistió. Desde entonces no vino a verme ni me escribió. Se golvió otra vez a casa con su madre.
-¿Y estuviste mucho tiempo esperando a que volviera? -preguntó implacable la señora Fettley.
-¡Y tanto!... ¡Y tanto! Cuando pasaba por las calles por las que habíamos ido juntos, me creía que hasta las piedras decían su nombre.
-Sí -dijo la señora Fettley-. Yo creo que eso hace más daño que nada en el mundo. ¿Y no pasó nada más?
-No, nada. Eso es lo más raro de todo, aunque te parezca mentira, Liz.
-Te creo. Te apuesto que a estas alturas no vas a decir una mentira.
-Y tanto... Y sufrí como no se lo deseo a mi peor enemigo. ¡Dios mío! ¡Aquella primavera fue un infierno! Primero fueron los dolores de cabeza, que nunca había tenido en toda la vida. ¡Imagínate, yo con dolores de cabeza! Pero al final los prefería. Así no podía pensar...
-Es como el dolor de muelas -comentó la señora Fettley-. Tiene que doler y doler hasta que ya no se puede soportar mas... y entonces ya no queda nada.
-A mí me quedó bastante para toda la vida. Todo pasó por la muchacha de la señora de la limpieza. Se llamaba Sophy Ellis. Era todo ojos y codos y siempre tenía hambre. Yo le daba de comer. A veces no le hacía ni caso, y desde luego ni la miraba cuando pasó lo mío con 'Arry. Pero ya sabes lo que pasa a veces con las rapazas. Me cogió un cariño loco, y todo el tiempo me hacía arrumacos, y yo no tenía coraje para echarla... Una tarde, me acuerdo que era al principio de la primavera, su madre la había mandado a ver si podía sacarnos algo de comer. Yo estaba sentada al hado de la chimenea, con el mandil puesto por la cabeza, medio loca del dolor de cabeza, cuando va y entra la Sophy. Creo que le dije que me dejara en paz. «¡Anda!» va y dice «¿No es más que eso? ¡Eso se lo quito yo en medio minuto!» Le dije que no me pusiera un dedo encima, porque creí que me iba a acariciar la frente... que a mí no me gustan esas cosas. «No la voy a tocar», va y dice, y vuelve a salir. No hacía ni diez minutos que ya se había ido cuando de pronto se me pasa el dolor de cabeza. Conque me puse a la faena. Pasa un rato y vuelve la Sophy y se sienta en mi silla, más callada que un muerto. Tenía unas ojeras asina de grandes y la cara toda consumida. Le pregunté qué le pasaba. Y va y dice: «Nada. Ahora lo tengo yo.» «Que tienes qué», digo yo. «Su dolor de cabeza», dice ella, toda ronca y apretando los labios. «Se lo he quitado.» Y yo le digo: «Bobadas; se me ha ido solo mientras tú andabas por ahí. Quédate ahí mientras te hago una taza de té.» «Eso no vale», dice ella. «Tiene que durarme lo mismo que a usted. ¿Cuánto tiempo le duran a usted los dolores de cabeza?» «No digas bobadas», le digo yo, «o mando a buscar al médico», porque parecía que tenía un ataque de anginas. «Ay, señora Ashcroft », dice ella, estirando los bracitos, «la quiero tanto». Entonces no pude decir nada. Me la senté en el halda y le hice cariños. «¿Se le ha pasado de verdad?», me dice. «Sí, le digo. «y si eres tú la que me lo has quitado, te lo agradezco de verdad». «Claro que he sido yo», dice y me pone la cabeza en la mejilla. «Yo soy la única que sabe de esas cosas.» Y entomices va y me dice que ha cambiado mi dolor de cabeza por el suyo en una Casa de los Deseos.

-¿Qué? -dijo la señora Fettley, muy extrañada.
-Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampoco había oído hablar de nada por el estilo. Al principio no entendí nada, pero cuando me lo fue explicando vi que una Casa de los Deseos tenía que ser una casa deshabitá, sin naide desde hacía mucho tiempo, para que viniera alguien a habitarla. Dijo que se lo había dicho una rapaza con la que jugaba en los establos donde trabajaba 'Arry. Dijo que la chica andaba con unos que venían en una caravana a pasarse los inviernos en Londres. Gitanos, digo yo.
-¡Aaah! Los gitanos saben muchas cosas, pero yo nunca había oído hablar de una Casa de los Deseos, y eso que he oído decir... tantas cosas -dijo la señora Fettley.
-Sophy dijo que había una Casa de los Deseos en Wadloes Road, unas manzanas más allá, camino de la tienda de comestibles donde comprábamos nosotros. No había más que llamar a la puerta y echar el deseo por la raja del buzón. Le pregunté si eran las hadas. Y va y me dice: «¿Pero no sabe usted que en las Casas de los Deseos no hay hadas? No hay más que un trasgo.»
-¡Díos mío de mi vida! ¿Dónde aprendió esa palabra? -exclamó la señora Fettley, porque en Sussex los trasgos son espíritus de los muertos o, lo que es todavía peor, de los vivos.
-Me dijo que se lo había dicho la chica de la caravana. Y, la verdad, Liz, aquello me dio miedo, y como la tenía en brazos, debe haberlo sentido, y la apreté fuerte y le digo:

Eres muy amable de haberme quitado el dolor de cabeza, pero ¿por qué no te deseaste algo muy bonito para ti?» Y va y me dice: «No dejan. En la Casa de los Deseos lo único que te dejan es desear que si a alguien le pasa algo malo se te pase a ti. Cuando madre me trata bien, le quito los dolores de cabeza, pero es la primera vez que puedo hacer algo por usted. La quiero tanto, señora Ashcroft.» Y va y sigue diciendo cosas por el estilo. Te aseguro, Liz, que de oírla hablar se me pusieron los pelos de punta. Le pregunté lo que era un trasgo y va y me dice: «No sé, pero cuando tocas el timbre oyes que viene corriendo del sótano y sube la escalera hasta la puerta. Entonces dices lo que deseas y te largas». Y yo digo: «¿El trasgo no te abre la puerta?» «¡Ni hablar!», dice ella. «No oyes más que unas risitas detrás de la puerta. Entonces dices lo que le quieres quitar a alguien al que quieres mucho y te lo pasa a ti», dice. No le pregunté nada más; la rapaza estaba demasiado cansada y tenía mucha calentura. La estuve haciendo arrumacos hasta que llegó la hora de encender el gas, y poco después se le pasó el dolor de cabeza, que debía de ser el mío, y se puso a jugar con el gato.
-¡Qué cosas! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿le volviste a preguntar algo?
-Ella quería seguir hablando de aquello, pero yo no estaba dispuesta a hablar de esas cosas con una niña.
-Y entonces, ¿qué hicistes?
-Cuando me venían los dolores de cabeza me quedaba sentada en mi habitación, detrás de la cocina. Pero no me se olvidó.
-Claro. Y, ¿te volvió a hablar de eso?
-No. Además, no sabía nada más que lo que le había contado la gitanilla, sólo que aquel encantamiento valía. Y después -aquello fue en mayo- me pasé el verano en Londres. Fueron semanas y semana’s de mucho calor y con viento, y con las calles que apestaban a boñigas secas de caballo que el viento se llevaba de un lado para otro y se amontonaban en las aceras. Ahora ya no pasa eso. Tenía vacaciones justo antes de la recogida del lúpulo, y vine aquí a pasarlas con Bessie otra vez. Se dio cuenta que había adelgazado y que tenía ojeras.
-Y, ¿viste a 'Arry?
La señora Ashcroft asintió:
-Al cuarto... no, al quinto día. Un miércoles, fue. Yo sabía que había vuelto a trabajar a Smalldene. Le pregunté a su madre en la calle, con todo descaro. No pudo decirme mucho, porque estaba la Bessie y ya sabes lo que habla, y aquel día no paraba. Pero aquel miércoles había yo sacado a uno de los chicos de la Bessie que se me colgaba de las sayas, y cuando íbamos por la trasera de Chanter’s Tot sentí que venía él por el sendero detrás de mí y por la manera de andar sentí que había cambiado en algo. Empecé a andar más despacio y sentí que él también. Entonces me paré un rato con el crío, para hacer que se me adelantara él. Y entonces tuvo que pasarme. Y va y no me dice más que: «Buenas», y sigue su camino, tratando de hacer corno si no le pasara nada.
-¿Estaba bebido? -preguntó la señora Fettley.
-¡Ni hablar! Estaba como encogido y pálido, y le colgaba la ropa como si fuera un espantapájaros, y tenía la nuca blanca como el papel. Tuve que agarrarme para no abrir los brazos y llamarle. Pero tuve que tragar saliva hasta volver a casa y dejar a todos los críos en la cama. Y entonces, después de la cena voy y le digo a la Bessie: «¿Qué demonios le ha pasado a 'Arry Mockler?» Y la Bessie va y me dice que se ha pasado dos meses en el hospital porque se ha cortado el pie con una pala cuando estaba vaciando el estanque de Smalldene. El barro estaba infestado y se le subió la infección por toda la pierna y luego por todo el cuerpo. No llevaba más que quince días de vuelta a su trabajo de carretero en Smalldene. La Bessie me dijo que el doctor había dicho que probablemente no aguantaría las primeras heladas de noviembre, y que su madre le había dicho que no comía ni dormía bien y que dejaba la cama empapada, aunque durmiera sin mantas. Y que escupía que daba miedo por las mañanas. «Hay que ver», digo yo, «qué pena. Pero a lo mejor con la recogida del lúpulo se pone güeno», y me traigo la costura y voy y enhebro la aguja a la luz de la lámpara, sin hacer ni un gesto. Aquella noche (me había puesto a dormir en el cuarto de la colada) me la pasé llorando. Y ya sabes tú, que me has acompañado en los partos, que para que llore yo tengo que estar muy a las malas.

-Sí, pero un parto no es más que dolor -dijo la señora Fettley.
-Me desperté con el canto del gallo y me puse té frío en los ojos para que no me se notara. Y aquella tarde, cuando salía a poner unas flores en la tumba de mi hombre, para que no comentaran, me encontré con 'Arry donde está ahora el Monumento a los Caídos. Volvía de donde sus caballos, así que no podía verme. Le miro de arriba abajo y le digo: «'Arry, vente a descansar a Londres.» «No pienso», dice, «porque yo no puedo darte nada». Y yo le digo: «No te pido nada. ¡Por Dios que no te pido nada! Sólo que vengas a ver a un médico en Londres.» Y levanta los ojos cargados para mirarme y me dice: «No hay nada que hacer, Gra. No me quedan más que unos meses.» «¡Pero si tú eres mi hombre!», le digo. Y no pude decir nada más. Se me atragantaban las palabras. «Muchas gracias, Gra», dice (pero nunca me dijo que yo era su mujer), y sigue su camino y su madre, maldita sea, le estaba esperando, y cuando entró él en casa candó la puerta.

La señora Fettley alargó un brazo por encima de la mesa, como para tocar en la muñeca a la señora Ashcroft, pero ésta retiró el brazo.
-Así que seguí hasta el cementerio con mis flores y me acordé de lo que me había dicho mi marido aquella noche. Era verdad que se estaba muriendo y había pasado lo que había dicho él. Pero cuando estaba poniendo las plantas en su tumba me di cuenta que sí había algo que podía hacer yo por 'Arry. Diga lo que diga el doctor, pensé que podía intentarlo. Y fui y lo intenté. Aquella mañana llegó una cuenta de nuestra tienda de. Londres. La señora Marshall me había dejado dinero para esas cosas, claro, pero yo le dije a la Bessie que era que tenía que ir a abrir la casa. Y me fui en el tren de la tarde.
-¡Ah! Pero, ¿no te daba... no te daba miedo?
-¿Por qué? No me quedaba ya nada más que mi vergüenza y la crueldad de Dios. Ya me había quedado sin 'Arry para siempre. ¿no? Sabía que iba a seguir ardiendo hasta quedarme consumida.
-¡Pobrecita! -dijo la señora Fettley, volviendo a alargar el brazo, y esta vez la señora Ashcroft permitió que le tocara la muñeca.
-Pero me alegraba saber que por lo menos podría tratar de hacer algo por él. Y entonces fui y pagué la cuenta de la tienda y me metí el recibo en el bolso y fui a la casa de la señora Ellis, que era la que venía a hacer la limpieza, y le pedí las llaves y fui a abrir la casa. Primero me hice la cama (¡Dios mío! ¡Dormir en mi propia cama!). Después me hice una taza de té y me quedé sentada en la cocina, pensando todo el rato hasta el atardecer. Casi era de noche cuando me vestí y salí con el recibo y el bolso, haciendo como que estaba buscando unas señas. La casa era el número 14 de Waldoes Road, y era una de esas casitas con la cocina en el sótano, de esas casitas todas pegadas unas a otras con un jardincito delante y una valla, y había veinte o treinta iguales. Tenía la pintura de la puerta agrietada y hacía años que no la habían pintado. En la calle no había casi gente; sólo gatos. ¡Y qué calor! Voy a la puerta de lo más natural, subo las escaleras y voy y toco al timbre. Sonó muy fuerte, como pasa siempre en las casas vacías... Cuando dejó de sonar oí como si retirasen una silla en la cocina. Después oí unas pisadas en la escalera de la cocina, como si fuera una mujer bien fuerte en zapatillas. Iban subiendo por la escalera hasta llegar al vestíbulo... oí cómo chirriaban los escalones... y se pararon delante de la puerta. Me inclino hacia la raja del buzón y digo: «Que me caiga a mí encima todo lo que le está pasando a mi hombre, 'Arry Mockler, porque le quiero.» Y entonces, lo que fuese que estaba al otro lado de la puerta dejó escapar el aliento, como si hubiera estado un rato sin respirar para oír mejor.

-Y, ¿no te dijo nada? -preguntó la señora Fettley.
-Nada. No hizo más soltar el aliento, como si dijera: A-ah. Después golvieron a sonar las pisadas que golvían a bajar a la cocina, corno si arrastrase los pies... y sentí que golvían a arrastrar la silla.
-¿Y todo ese tiempo tú estabas en la puerta, Gra?
La señora Ashcroft asintió.
-Entonces me fui y me crucé con un hombre que va y me dice: «¿No sabía usted que esa casa estaba vacía?» «No», le digo yo. «Deben de haberme dado mal el número.» Y me golví a nuestra casa y me acosté, porque ya no podía más. Hacía tanto calor que casi no se podía dormir, y me estuve dando paseos por la habitación, y durmiendo a ratos, hasta el amanecer. Entonces me fui a la cocina a hacerme el té y me di un golpe justo encima del tobillo con una de las tenazas de la cocina que la señora Ellis había sacado de su sitio la última vez que había ido a limpiar. Y después de eso me puse a esperar hasta que los Marshall golvieran de vacaciones.
-¿Tú sola? ¿Y no te daban ya miedo las casas vacías? -preguntó horrorizada la señora Fettley.
-Güeno, la señora Ellis y Sophy empezaron a venir en cuanto que se enteraron que había vuelto yo, y entre las tres golvimos a limpiar la casa de arriba abajo. En todas las casas siempre queda algo que hacer. Y así me pasé todo el otoño y el invierno, allá en Londres.
-¿Y no pasó nada con lo que habías hecho?
La señora Ashcroft sonrió:
-No. Entonces no. En noviembre le mandé diez chelines a la Bessie.
-Siempre has sido muy generosa -interrumpió la señora Fettley.
-Y recibí lo que esperaba, con todas las demás noticias. Me decía que con la recogida del lúpulo él se había puesto estupendo. Había estado en la recogida seis semanas y ahora estaba otra vez en Smalldene, con los caballos. A mí no me importaba cómo había sido eso, con tal que estuviera bien. Pero no creas que mis diez chelines sirvieron para tranquilizarme mucho. Si 'Arry se hubiera muerto, entonces sería mío hasta el Día del Juicio. Pero 'Arry vivo, seguro que iba a liarse con alguna en cuanto pudiera. Aquello me tenía cabreada. Y cuando llegó la primavera me empezó a fastidiar otra cosa. Me había salido una especie de divieso con mucha pus en la pierna, justo encima de la bota y no se me cerraba nunca. Me daba asco mirarlo. porque yo he sido siempre de piel muy fuerte. Ya me pueden dar un hachazo, que en seguida se cierra la herida, como quien cava la tierra. Entonces la señora Marshall hizo que me viniera a ver su propio doctor. El doctor me dijo que tendría que haberle consultado mucho antes, en lugar de llevar meses vendándomelo con una media de color. Me dijo que en el trabajo me pasaba demasiado tiempo de pie, porque el divieso estaba al lado de una vena hinchada, por detrás del tobillo. Y va y me dice: «Va a tardar en quitársele tanto como tardó en ponérsele así. Ponga la pierna en alto y descánsela», dice, «y pronto se le pasará. Más vale que no cierre en seguida. Tiene usted la pierna muy fuerte, señora Ashcroft». Y va y me pone unas hilas húmedas.

-Hizo bien -dijo convencida la señora Fettley-. A las heridas que supuran se les ponen hilas húmedas. Se tragan la pus, igual que la mecha de la lámpara se traga el aceite.
-Es verdad. Y ha señora Marshall se pasaba el rato haciéndome pasar más tiempo sentada y casi se me cerró. Y después me hicieron venir con la Bessie para acabar de curarme, porque no soy de las que les gusta estar sentada cuando hay algo que hacer. Entonces era cuando golviste tú al pueblo, Liz.
-Sí. pero la verdad es que no me sospechaba nada.
-Yo no quería que sospecharas nada -sonrió la señora Ashcroft-. Vi a 'Arry dos o tres veces por la calle y estaba estupendo; había engordado y estaba curado del todo. Entonces, un día ya no le vi y su madre me dijo que uno de los caballos le había dado una coz en la cadera. Estaba en cama, con muchos dolores. Y la Bessie va y le dice a su madre que era una pena que 'Arry no estuviera casado para que su mujer se encargara de cuidarle. ¡Cómo se puso la vieja! Nos dijo que 'Arry no había mirado a una mujer en toda su vida, y que mientras ella viviera le cuidaría sin parar. Y por eso me di cuenta de que le vigilaría como un perro, y encima sin pedir ni un hueso.

La señora Fettley reía en silencio.
-Aquel día -continuó la señora Ashcroft- estuve todo el tiempo sin dormir, y vi cómo iba y venía el doctor porque creían que también le había dado en las costillas. Eso hizo que me se volviera a reventar el grano y me saliera toda la pus. Pero resultó que 'Arry no tenía nada en has costillas, y pasó bien la noche. Cuando me enteré, a la mañana siguiente, me digo: «Todavía no voy a pensar nada. No voy a descansar la pierna en toda la semana, a ver qué pasa.» Aquel día no me dolió, era más bien como si me fuera quedando sin fuerzas, y 'Arry volvió a pasar bien la noche. Entonces seguí igual, pero no me atreví a pensar nada hasta el fin de semana, que 'Arry volvió a levantarse, casi corno si nada, sin heridas por dentro ni por fuera. Casi me puse de rodillas en el lavadero cuando salió la Bessie a la calle, y digo: «Ahí te tengo, muchacho. Todo lo güeno que te pase hasta que yo me muera te vendrá de mí, aunque tú no lo sepas. ¡Dios mío, haz que viva mucho tiempo, por el bien de 'Arry!», digo. Y creo que aquello me alivió los dolores.

-¿Para siempre? -preguntó ha señora Fettley.
-Han vuelto muchas veces, pero por fuertes que fueran, yo sabía que era por él. Lo sabía. Fui y me puse a controlar los dolores, igual que se controla una cocina, hasta que aprendí a tenerlos cuando quería yo. Y aquello también era muy raro, Liz. Había .veces que el grano se encogía y se secaba. Al principio yo hacía todo lo posible para que me golviera, porque me daba miedo dejar a 'Arry demasiado tiempo solo por si le pasaba algo. Y después comprendí que aquello era porque estaba bien y así fue cómo me salvé.
-¿Cuánto tiempo? -preguntó la señora Fettley, interesadísima.
-A veces me he pasado casi un año sin que se viera más que la punta del granito. Estaba seco y chiquitísimo. Luego se volvía a inflamar, como un aviso, y me dolía. Cuando ya no podía más, porque tenía que seguir haciendo mi trabajo de Londres, ponía la pierna en una silla hasta que se aliviaba. Pero tardaba su tiempo. Entonces sabía, por aquella sensación, que a 'Arry le pasaba algo. Y le mandaba cinco chelines a la Bessie, o les mandaba algo a los niños, para enterarme de si a lo mejor es que le pasaba algo porque yo me había descuidado. ¡Y eso era! Año tras año conseguí cuidar de él, Liz, y todo lo güeno que le pasó fue gracias a mí... años y años.
-Pero, ¿de qué te valió todo eso a ti, Gra? -casi sollozó la señora Fettley-. ¿Le veías mucho?
-A veces, cuando me venía a pasar aquí las fiestas. Y cuando me vine aquí para siempre, más. Pero nunca me ha hecho caso, ni a mí ni a ninguna otra mujer, más que a su madre. ¡Cómo le vigilaba yo! Y ella también.
-¡Tantos años! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿dónde trabaja ahora?
-Hace mucho que dejó lo de los caballos. Ahora trabaja en una de esas casas grandes de tractores, de esas que también hacen arados y algunos camiones. Me han dicho que hay veces que los lleva hasta Gales. Para las fiestas viene a ver a su madre, pero ahora hay veces que me paso semanas sin verle. ¡Me da igual! Con su trabajo, nunca se puede quedar mucho tiempo en el mismo sitio.
-Pero, es un decir, suponte que 'Arry fuera y se casara -dijo la señora Fettley. La señora Ashcroft dio un respingo entre los dientes, iguales y sin puentes.
-Nunca se me ha ocurrido eso -respondió-. Supongo que se me tendrían en cuenta todos mis dolores. ¿No, Liz?
-Es lo que debería pasar, hija. Es lo que debería pasar.
-La verdad es que a veces duele mucho. Ya verás cuando venga la enfermera. Se cree que no me he enterado de lo que es.

La señora Fettley comprendió. La naturaleza humana raras veces se permite pronunciar la palabra «cáncer».
-¿Estás totalmente segura, Gra? -pregunto.
-Ya estaba segura cuando el señor Marshall me mandó a subir a su estudio y me estuvo hablando un rato largo de que había sido una sirvienta muy fiel y les había servido mucho tiempo, pero no el suficiente para que me dieran una pensión. Pero me pasarían una cantidad semanal. Ya sabía yo lo que significaba eso... y ya hace tres anos.
-Eso no demuestra nada, Gra.
-¿Pasarle 15 chelines a la semana a una mujer que lógicamente tenía veinte años de vida por delante? ¡Claro que sí!
-¡Te equivocas, te equivocas! -insistió la señora Fettley.
-Liz, no me puedo equivocar cuando los bordes están todos dados la vuelta, como... como un cuello de camisa arrugado. Ya lo verás. Y además, yo amortajé a Dora Wickwood. A ella le había dado debajo del sobaco.
La señora Fettley se quedó pensativa un rato e inclinó la cabeza como rindiéndose.
-¿Cuánto tiempo crees que te queda a partir de ahora, hija?
-Igual que tardó en venir, tardará en irse. Pero si no te veo antes de la próxima recogida del lúpulo, ésta será nuestra despedida, Liz.
-No sé si podré venir antes, si no tengo un perrito que me guíe. Los niños no quieren molestarse. ¡Ay, Gra! Me estoy quedando ciega... ¡Me estoy quedando ciega!
-¡Ah!, ¿por eso no has hecho más que tocar y retocar la colcha todo este rato? Ya me decía yo... Pero sí que va a contar el dolor, ¿no crees, Liz? Sí que contará el dolor para que 'Arry siga... donde quiero yo. Dime que no ha sido todo para nada.
-Estoy segura... segura, hija. Tendrás tu recompensa.
-Eso es lo único que quiero... Si es que me tienen en cuenta el dolor.
-Seguro, seguro, Gra.
Llamaron a la puerta.
-Es la enfermera. Se ha adelantado -dijo la señora Ashcroft-. Ábrela.
Entró la joven a paso animado, con un bolso lleno de frasquitos tintineantes.
-Buenas tardes, señora Ashcroft saludó-. He venido un poquito más temprano que de costumbre por lo del baile de esta noche en la Institución. ¿Verdad que no le importa?
-No, no. A mí ya se me pasó la edad de bailar -dijo la señora Ashcroft, recuperando su tono de sirvienta discreta-. Aquí mi vieja amiga, la señora Fettley, me ha estado haciendo compañía.
-Espero que no la haya fatigado a usted -dijo la enfermera en tono un tanto frío.
-Todo lo contrario. Ha sido un placer. Sólo que... sólo que al final me he sentido un poco cansada.
-Claro, claro -la enfermera ya se había puesto de rodillas y tenía unas gasas en la mano-. Cuando se reúnen las señoras mayores, hablan demasiado. Ya me he dado yo cuenta.
-A lo mejor tiene usted razón -dijo la señora Fettley, poniéndose en pie-. Así que me voy.
-Pero antes, míralo -dijo la señora Ashcroft con voz apagada-. Me gustaría que lo vieras.

La señora Fettley lo miró y sintió un escalofrío. Después, se inclinó, dio un beso suave a la señora Ashcroft en la frente macilenta y otro en los ojos grises desvaídos.

-Sí que cuenta, ¿verdad? ¿El dolor? -aquellas palabras apenas si traspasaron los labios, que todavía mostraban huellas de su antigua línea.
La señora Fettley se los besó y se fue hacia ha puerta.

lunes, 19 de abril de 2010

El Árbol de la Colina


Al sudeste de Hampden, muy cerca de la tortuosa garganta que excava el río Salmón, se extiende una cadena de colinas escarpadas y rocosas que han desafiado todo intento de colonización. Los cañones son demasiado profundos, los precipicios demasiado escarpados como para que nadie, excepto el ganado, visite el lugar.

La última vez que me acerqué a Hampden, la región (conocida como el infierno) formaba parte de la Reserva del Bosque de la Montaña Azul. Ninguna ruta comunica este lugar inaccesible con el mundo exterior, y los montañeses dicen que es un trozo del jardín de Su Majestad Satán transplantado a la Tierra. Una leyenda local asegura que la zona está hechizada, aunque nadie sabe exactamente porqué. Los lugareños no se atreven a aventurarse en sus misteriosas profundidades, y dan crédito a las historias que cuentan los indios, antiguos moradores de la región, acerca de unos demonios gigantes venidos del Exterior que habitaban en estos parajes.

Estas sugerentes leyendas estimularon mi curiosidad. La primera y, ¡gracias a Dios!, última vez que visité aquellas colinas tuvo lugar en el verano de 1938, cuando vivía en Hampden con Constantine Theunis. Él estaba escribiendo un tratado sobre la mitología egipcia, por lo que yo me encontraba solo la mayoría del tiempo, a pesar de que ambos compartíamos un pequeño apartamento en la Calle Beacon que miraba a la infame Casa del Pirata, construida por Exer Jones hacía sesenta años.

La mañana del 23 de junio me sorprendió caminando por aquellas siniestras y tenebrosas colinas que a aquellas horas, las siete de la mañana, parecían bastante ordinarias. Me alejé siete millas hacia el sur de Hampden y entonces ocurrió algo inesperado. Estaba escalando por una pendiente herbosa que se abría sobre un cañón particularmente profundo, cuando llegué a una zona que se hallaba totalmente desprovista de la hierba y vegetación propia de la zona. Se extendía hacia el sur, y pensé que se había producido algún incendio, pero, después de un examen más minucioso, no encontré ningún resto del posible fuego. Los acantilados y precipicios cercanos parecían horriblemente chamuscados, como si alguna gigantesca antorcha los hubiese barrido, haciendo desaparecer toda su vegetación. Y aun así seguía sin encontrar ninguna evidencia de que se hubiese producido un incendio... Caminaba sobre un suelo rocoso y sólido sobre el que nada florecía.

Mientras intentaba descubrir el núcleo central de esta zona desolada, me di cuenta de que en el lugar había un extraño silencio. No se veía ningún ave, ninguna liebre, incluso los insectos parecían evitar la zona. Me encaramé a la cima de un pequeño montículo, intentando calibrar la extensión de aquel paraje inexplicable y triste. Entonces vi el árbol solitario.

Se hallaba en una colina un poco más alta que las circundantes, de tal forma que enseguida lo descubrí, pues contrastaba con la soledad del lugar. No había visto ningún árbol en varias millas a la redonda: algún arbusto retorcido, cargado de bayas, que crecía encaramado a la roca, pero ningún árbol. Era muy extraño descubrir uno precisamente en la cima de la colina.

Atravesé dos pequeños cañones antes de llegar al sitio; me esperaba una sorpresa. No era un pino, ni un abeto, ni un almez. Jamás había visto, en toda mi existencia, algo que se le pareciera; ¡y, gracias a Dios, jamás he vuelto a ver uno igual! Se parecía a un roble más que a cualquier otro tipo de árbol. Era enorme, con un tronco nudoso que media más de un metro de diámetro y unas inmensas ramas que sobresalían del tronco a tan sólo unos pies del suelo. Las hojas tenían forma redondeada y todas tenían un curioso parecido entre sí. Podría parecer un lienzo, pero juro que era real. Siempre supe que era, a pesar de lo que dijo Theunis después.

Recuerdo que miré la posición del sol y decidí que eran aproximadamente las diez de la mañana, a pesar de no mirar mi reloj. El día era cada vez más caluroso, por lo que me senté un rato bajo la sombra del inmenso árbol. Entonces me di cuenta de la hierba que crecía bajo las ramas. Otro fenómeno singular si tenemos en cuenta la desolada extensión de tierra que había atravesado. Una caótica formación de colinas, gargantas y barrancos me rodeaba por todos sitios, aunque la elevación donde me encontraba era la más alta en varias millas a la redonda.

Miré el horizonte hacia el este, y, asombrado, atónito, no pude evitar dar un brinco. ¡Destacándose contra el horizonte azul sobresalían las Montañas Bitterroot! No existía ninguna otra cadena de picos nevados en trescientos kilómetros a la redonda de Hampden; pero yo sabía que, a esta altitud, no debería verlas. Durante varios minutos contemplé lo imposible; después comencé a sentir una especie de modorra.

Me tumbé en la hierba que crecía bajo el árbol. Dejé mi cámara de fotos a un lado, me quité el sombrero y me relajé, mirando al cielo a través de las hojas verdes. Cerré los ojos. Entonces se produjo un fenómeno muy curioso, una especie de visión tenue y nebulosa, un sueño diurno, una ensoñación que no se asemejaba a nada familiar. Imaginé que contemplaba un gran templo sobre un mar de cieno, en el que brillaba el reflejo rojizo de tres pálidos soles. La enorme cripta, o templo, tenía un extraño color, medio violeta medio azul. Grandes bestias voladoras surcaban el nuboso cielo y yo creía sentir el aletear de sus membranosas alas. Me acerqué al templo de piedra, y un portalón enorme se dibujó delante de mí. En su interior, unas sombras escurridizas parecían precipitarse, espiarme, atraerme a las entrañas de aquella tenebrosa oscuridad. Creí ver tres ojos llameantes en las tinieblas de un corredor secundario, y grité lleno de pánico.

Sabía que en las profundidades de aquel lugar acechaba la destrucción; un infierno viviente peor que la muerte. Grité de nuevo. La visión desapareció. Vi las hojas y el cielo terrestre sobre mí. Hice un esfuerzo para levantarme. Temblaba; un sudor gélido corría por mi frente. Tuve unas ganas locas de huir; correr ciegamente alejándome de aquel tétrico árbol sobre la colina; pero deseché estos temores absurdos y me senté, tratando de tranquilizar mis sentidos. Jamás había tenido un sueño tan vívido, tan horripilante. ¿Qué había producido esta visión? Últimamente había leído varios de los libros de Theunis sobre el antiguo Egipto... Meneé la cabeza y decidí que era hora de comer algo. Sin embargo, no pude disfrutar de la comida. Entonces tuve una idea.

Saqué varias instantáneas del árbol para mostrárselas a Theunis, seguro de que las fotos lo sacarían de su habitual estado de indiferencia. A lo mejor le contaba el sueño que había tenido... Abrí el objetivo de mi cámara y tomé media docena de instantáneas del árbol. También hice otra de la cadena de picos nevados que se extendía en el horizonte. Pretendía volver y las fotos podrían servir de ayuda... Guardé la cámara y volví a sentarme sobre la suave hierba. ¿Era posible que aquel lugar bajo el árbol estuviera hechizado?

Sentía pocas ganas de huir... Observé las curiosas hojas redondeadas. Cerré los ojos. Una suave brisa meció las ramas del árbol, produciendo musicales murmullos que me arrullaban. Y, de repente vi de nuevo el pálido cielo rojizo y los tres soles. ¡Las tierras de las tres sombras! Otra vez contemplaba el enorme templo.

Era como si flotase en el aire, ¡un espíritu sin cuerpo explorando las maravillas de un mundo loco y multidimensional! Las cornisas inexplicables del templo me aterrorizaban, y supe que aquel lugar no había sido jamás contemplado ni en los más locos sueños de los hombres. De nuevo aquel inmenso portalón bostezó delante de mí; y yo era atraído hacia las tinieblas del interior. Era como si mirase el espacio ilimitado. Vi el abismo, algo que no puedo describir en palabras; un pozo negro, sin fondo, lleno de seres innominables y sin forma, cosas delirantes, salvajes, tan sutiles como la bruma de Shamballah. Mi alma se encogió. Tenía un pánico devastador. Grité salvajemente, creyendo que pronto me volvería loco. Corrí, dentro del sueño corrí preso de un miedo salvaje, aunque no sabía hacia dónde iba... Salí de aquel horrible templo y de aquel abismo infernal, aunque sabía, de alguna manera, que volvería...

Por fin pude abrir los ojos. Ya no estaba bajo el árbol. Yacía, con las ropas desordenadas y sucias, en una ladera rocosa. Me sangraban las manos. Me erguí, mirando a mi alrededor. Reconocí dónde me hallaba: ¡era el mismo sitio desde donde había contemplado por primera vez toda aquella requemada región! ¡Había estado caminando varias millas inconsciente! No vi aquel árbol, lo cual me alegró... incluso las perneras del pantalón estaban vueltas, como si me hubiese estado arrastrando parte del camino... Observé la posición del sol. ¡Atardecía! ¿Dónde había estado? Miré la hora en el reloj. Se había parado a las 10:34...

domingo, 18 de abril de 2010

La Noche del Amor


¡Maestro de las Cortes Suspirantes,
Dónde se conjuran las formas del sueño!
¡Escuchad! Mi espíritu exhorta
Todos los poderes de tu feudo
En auxilio de mi Dama.
¿Qué respondes, oculto y altivo
Señor de las Cortes Invisibles?

Vaporosos, inabarcables,
Las Tierras del Sueño yacen en despojos de luz,
Vacías como cáscaras de aire.
¡De mis fantasías se me permite
Elegir un sueño y guiar su vuelo!
Conozco bien (y te conozco, doncella)
Lo que tus sueños deben decirte esta noche.

Allí los sueños son multitudes:
Algunos no esperarán hasta dormirse,
Profundo en el bosque de agosto;
Alguien mientras descansa tal vez
Caiga en el letargo del labor;
Interludios,
Algunos, con gravedad han de llorar.

Allí residen todas las fantasías de los poetas:
Las damas élficas bailan entre alados valles,
Ahogados en ráfagas lastimeras;
Allí se percibe el perfume, allí en círculos
Gira la espuma desconcertada de los manantiales;
Sirenas,
Vientos mareados sobre sus cabellos, cantando.

Un sólo sueño nupcial ha sido soñado en común,
Pobre éxtasis de la vigilia;
Visiones esquivas que hacen gemir
Al solitario en su cuarto natal;
Y que nosotros apenas vemos
A través de los postigos de la muerte,
Desconocidas.

Pero en mi propio dormir, yace
En una agradable forma plácida,
Radiante en sus ojos honorables,
Lámparas de su alma traslúcida:
Su mirada es el bien más amado,
Dulce y sabia,
Dónde el amor define su centro.

Me fue arrebatada, mis sueños persisten
En un trance pegajoso, y el cielo teme:
Cambiando senderos y caídas
En un fétido refugio cercano,
Miserables fantasmas que suspiran;
Temblando en sus cofres,
Mientras el funeral pasa de largo.

Maestro, se dice con verdad que,
Así como los ecos de las palabras
Traicionan sus secretos en las hendiduras,
Los cuerpos de los hombres viajan
Como sombras por playas sumergidas.
¿Son la esencia o la sombra
Las que habitan en aquellos salones?

¡Ah! Yo podría, por vuestra inmensa gracia
Que custodia la escalera del viento,
(La oscuridad y el aliento del espacio
Como aguas inciertas cubriendo todo)
Encontrar allí mi propia imagen,
Cara a cara,
Y desde allí hasta donde sea que ella esté.

No, yo no. Pero tu, Maestro,
En tu Reino de Sombras,
Convocad mi fantasma en esta hora:
Ofrecedme el sufrimiento del encuentro,
El placer de su rostro delicado,
Y que su frente
Sienta mi aliento perdido como una brisa suave.

Dónde se cultiva, la grácil primavera tiembla
En una silenciosa plegaria,
Íntima fuerza creciente,
El agua y la voz del viento son una,
Y comparten los ecos del sol.
Maestro, gentil como la primavera,
Dadme el canto y el lamento.

El canto dirá cuan alegre y fuerte
Es la noche en donde ella sueña,
El lamento será la tristeza aferrada a los labios,
La pena descarnada del día:
Serán como las melodías de la marea,
Lamento y canción,
Heraldos fríos que anhelan el verano.

No serán las plegarias de los que abandonan,
De los que eligen la pena sobre la fuente del amor,
No serán elogios por los dones del mundo,
Suspirados con exagerada ternura,
Dejad que llegue hasta ella con mi amor,
Que el dolor sea sólo mío, y en ella: recuerdo.

Donde sea que mis sueños caigan,
En la noche o en el día (dejad que le diga)
Siempre vivirás en el reluctante círculo
De los ángeles, en las horas de la calma.
Descorazonada, sin esperanzas en tu camino,
Descansa y convócame:
En mis ojos tu mirada siempre podrá soñar.

Si, este es mi amor vanidoso,
Vertido en una frágil canción
De esperanza y horror.
Tu eres el Amor,
Y yo sólo anhelo un acorde
Que agite tus sueños,
Busco tus ojos de acero,
Tus ojos de abismo.
Oh, Maestro, de rodillas os imploro:
¡Dejad que ella vuelva a sonreír!

sábado, 17 de abril de 2010

Amor y Locura


¡Escuchad! ¡Desde las almenas de las lejanas torres
La solemne campana ha golpeado en la medianoche!
Arrebatado de las visiones de su inquieto sueño,
El pobre Broderick despierta, y se lamenta en soledad.

Cesad, Memoria, cesad (sin amigos y apenada llora)
De castigar este pecho abrumado con severas pruebas.
Oh, nunca cesa mi alma pensativa al extraviarse
En los brillantes campos de la Fortuna, en los días mejores,
Cuándo la esperanza era joven, y la música de la mente
Alababa todos sus encantos, y Errington era agradable.

Sin embargo puedo cesar, mientras temblorosa me agito,
De suspirar y murmurar tu nombre melancólico.
Oigo tu espíritu en cada gemido de la tormenta.
En las sombras nocturnas veo pasar tu figura,
Pálida como los condenados en su triste locura.
Veo en lo profundo de tu corazón perjuro, el sangriento acero.

¡Demonios de la Venganza! Bajo vuestro mando
Empuñé la espada con algo más que delicadas manos,
Decid: ¿es la vacilante voz de la piedad,
O es aquel húmedo horror el propósito del alma?
¡No! Mi corazón salvaje se sentó triste sobre la llanura,
Hasta que el Odio complete lo que el Amor comenzó.

Si, dejad que el seno frío que nunca supo
De la ternura súbita y generosa de la naturaleza,
Mezclando la piedad con la hiel de la burla,
Condene este corazón que sangró con amor abandonado.

¡Y vosotros, orgullosos, cuyas almas no agitan la alegría,
Salvad con brillante encanto el homenaje del enamorado!
Plácidos ídolos de un sendero sangrante,
Vuestros cálidos sentimientos pueden ser huéspedes del dolor,
Cuando el inocente, fiel corazón, inspire la prueba
De la amistad refinada, la tranquila delicia del amor;
Y sientan que sus tiernas cadenas os desgarran con angustia,
Quebrando el perjurio del orgullo en inhumano desprecio.

Decid, entonces ¿el piadoso Cielo condena tus lágrimas,
Cuando la Venganza te ordena, enamorado, sangrar?
Largo tiempo he visto surgir tu oscura aprensión,
Con el pecho desgarrado y tus votos despreciados,
Triste, lloré con mi amigo, el amante cambiado,
Tu mirada era fría, altiva y extraviada,
Hasta que el refugio de tu amor me fue arrebatado,
Entonces erré sin esperanzas, sin amigos, en soledad.

¡Oh, Cielo de los Justos! ¡Fue entonces cuando mi alma torturada
Cedió su control y dio lugar a la ira más descontrolada!
¡Adiós a la silenciosa mirada, a los ojos extraviados,
A las planicies murmurantes, a lo profundo de tu corazón perjuro!
El largo sueño despierta los actos de la Venganza;
Él grita, él cae, su desgarrado corazón sangra.
Ahora, la última sonrisa de la agonía se ha borrado,
Pálido y ensangrentado duerme, y no despertará jamás.

¡Está Hecho! ¡La llama del odio ya no arderá:
La vida regresa, pero es demasiado tarde para comenzar!
¿Por qué mi alma siente el vago vuelo de la aflicción?
¡Tembloroso y débil, suelto el culpable acero!
Frío sobre mi corazón yace la mano del terror,
Y sombras de horror se agitan ante mis lánguidos ojos.

¡Oh, fue el asesinato la más amarga de las espigas!
¿Retornará la justa ira del frío espíritu de Broderick?
Siempre un fiel amigo, un amante tierno que ha caído.
¿Dónde brilló el Amor no podría habitar la Piedad?

¡Juventud desdichada! Mientras su palidez asciende
Para observar el profundo y silencioso reposo del crepúsculo,
Tu espectro insomne, respirando desde la tumba,
Predice mi suerte y me convoca a la oscuridad.
Una vez más veo tu lúgubre espíritu de pie,
Tus ojos oscuros y tus manos lívidas que me llaman.

Pronto, este efímero eco de la llama vital
Olvidará su lánguida melancolía.
Pronto, estos ojos húmedos cerrarán sus ventanas.
¡Bienvenido el largo reposo de las noches sin sueños!
Pronto, este desgastado lamento callará;
Porque en el calmo letargo del ocaso
Hasta el Dolor se olvida de llorar.

viernes, 16 de abril de 2010

La Dama Isabel y el Caballero Elfo.


La Dama Isabel y el Caballero Elfo es una de las más bellas baladas medievales. Su argumento es bastante simple: Una doncella escucha el bramido de un cuerno en la lejanía, imagina que se trata de un Elfo, y entonces tiene la visión de un caballero que se asoma a su ventana, y la obliga a que lo acompañe hasta el Bosque Verde, que en el lenguaje alegórico de la edad media significa simplemente morir.
Lo curioso no es la trama del poema, tampoco su desarrollo, sino las palabras con las que nuestra doncella concluirá la balada; las cuales son maravillosamente eficaces.
La lectura del poema es complicada, ya que además del narrador, existen los diálogos entre Isabel y el Elfo, los cuales no siempre son fáciles de seguir.
Al final del poema dejaremos algunos comentarios que el lector sensato debería ignorar.

La Dama Isabel y el Caballero Elfo.
Lady Isabel and the Elf Knight.

La Dama Isabel bordaba sentada en su alcoba,
Mientras los mancebos la rodeaban alegres.
Entonces ella escuchó que un Caballero Elfo
Soplaba su cuerno estremeciendo el cielo.
Era la primera semana de mayo.

Si tuviese aquel cuerno, ella dijo, Que oigo temblar,
Al Caballero Elfo que lo toca en mi seno le dejaría reposar...

La Dama dijo las palabras en un suspiro,
Y el Caballero Elfo en la ventana fue visto.

Es un asunto extraño, dulce doncella; dijo el Elfo.
Apenas he tocado mi cuerno cuando vuestros labios me convocaron.

¿Vendrá conmigo al Bosque Verde, doncella?
Pues si no lo desea, de todos modos lo hará.

Él salto sobre un corcel, la Dama sobre otro,
Y hacia el Bosque Verde juntos cabalgaron.

Desmonta, Dama Isabel, este es el lugar;
Este es el sitio en donde morirás.

Piedad, amable señor, piedad por esta doncella;
Dejad que a vea a mi padre, y a mi querida madre.

Siete Hijas de Reyes fueron muertas por mí,
Y tu único destino es ser la octava.

Reposa conmigo, caballero, apoya tu cabeza en mi falda,
Permite que descanse antes de vestir mi mortaja.

Se acercó a él y con caricias lo arrulló,
Cautivo de sus encantos, el Elfo se durmió.

Con el cinto de su espada la doncella lo sometió,
Y con su propia daga, herida mortal le dio.

Si Siete Hijas de Reyes por tí fueron muertas,
Yaced aquí, y sed un esposo para ellas.

miércoles, 14 de abril de 2010

El Hombre Lobo



En el reino de Egberto de Sajonia vivía una dulce doncella de nombre Isolda, quien era adorada por todos, tanto por su prudencia como por su belleza. Sin embargo, aunque muchos mancebos se acercaban a cortejarla, ella sólo amaba a Harold, y a él le había jurado fidelidad.
Entre los jóvenes, por quienes Isolda era pretendida, había uno, Alfred, que se había ofendido por su preferencia por Harold. De manera que un día, Alfred dijo a Harold:

¿Es verdad que el viejo Sigfrido saldrá de su tumba y tomará a Isolda por esposa? -Luego añadió- Por Dios, mi señor, por qué se ha puesto tan pálido cuando he mencionado el nombre de vuestro abuelo?

Entonces Haroldo preguntó -¿Qué sabes tú de Sigfrido? ¿Qué recuerdo de él debería angustiarme?
-Sabemos -replicó Alfredo- Existen algunas historias que nos han contado nuestras abuelas, y que no hemos olvidado.

Las palabras y la arrogante sonrisa de Alfred obsesionaron a Harold día y noche.

El abuelo de Harold, Sigfrido el Teutón, había sido un hombre de violento y cruel. La leyenda afirmaba que un hechizo pesaba sobre él, y que en ciertos momentos era poseído por un espíritu maligno que descargaba su furia sobre la humanidad. Pero Sigfrido había muerto hacía ya muchos años, y lo único que quedaba era la leyenda y una lanza diestramente forjada que había dejado Brunilda, la bruja. Esta lanza era tan fantástica que nunca había perdido su brillo, ni su punta había perdido el filo. Descansaba en la alcoba de Harold, y era la maravilla entre las armas de aquella época.

Isolda sabía que Alfred la amaba, pero no sabía de las amargas palabras que él le había dicho a Harold. Su amor por Harold era sólido en su confianza y piedad. Pero Alfred había penetrado en la verdad: el hechizo del viejo Sigfrido pesaba sobre Harold. Dormido durante cien años, había despertado en la sangre del nieto, y Harold conocía el hechizo que pendía sobre él, y era esto lo que parecía interponerse entre él e Isolda. Pero el amor es más fuerte que todo lo demás, y Harold amaba tiernamente.

Harold no le habló a Isolda del hechizo, porque temía que ella lo abandonase. Cuando sentía el fuego del hechizo ardiendo en sus venas le decía, -Mañana iré a la caza del jabalí en lo más profundo del bosque. -o- La semana siguiente acecharé a los ciervos en las lejanas colinas del norte.
Siempre tenía un buen pretexto para su ausencia, e Isolda no pensaba cosas malignas, porque era confiada; y aunque se fue muchas veces y se alejaba por largos días, ella no sospechaba nada. Por lo que nadie había visto a Harold cuando el hechizo lo dominaba.

Sólo Alfred reflexionaba sobre estas cosas. -Algo extraño sucede. -decía- que de cuando en cuando este galante nos deja sin su compañía. En realidad será mejor no perder de vista al nieto de Sigfrido.

Harold sabía que Alfred lo observaba de cerca, y estaba atormentado por un temor constante de que Alfred descubriera su maldición; pero lo que realmente le angustiaba era que en presencia de Isolda, el hechizo se apoderara de él y le obligase a dañarla. Así Harold vivía en constante temor, sintiendo que su amor no tenía esperanza, aún no sabiendo cómo combatirlo.

Ahora bien, sucedió en aquellos años que el país era siendo azotado por un hombre lobo, un licántropo feroz, una criatura que era temida por todos los caballeros, sin importar qué tan valientes fuesen. Este hombre lobo era humano durante el día, y por la noche un lobo dado a la destrucción y a la matanza, y tenía una existencia mágica contra la cual ningún hombre luchar. Donde fuera que iba, atacaba y devoraba personas, esparciendo terror y desolación por todo el reino, y los magos decían que la tierra no sería liberada del hombre lobo hasta que algún hombre se ofreciera a sí mismo en sacrificio voluntario a la ira del monstruo.

Ahora bien, aunque Harold era conocido como un impresionante cazador, nunca había sido convocado para cazar al hombre lobo, y, extrañamente, el licántropo nunca acechaba en dónde Harold estaba. Alfred sospechaba de esto, y a menudo decía: -Nuestro Harold es un cazador formidable. ¿Quién mejor para dar caza al tímido gamo o al al evasivo jabalí? Pero mientras tanto, vemos su ausencia durante las apariciones del hombre lobo. Tal valor le sienta bien a nuestro joven Sigfrido.

Llegado esto al conocimiento de Harold, su corazón se inflamó de ira, pero no respondió, por miedo a delatar la verdad que temía.
Sucedió por aquel entonces que Isolda dijo a Harold: -¿Irás conmigo mañana a la fiesta en la gruta sagrada?
-No puedo hacerlo- respondió Harold. -Estoy convocado a una misión en Normandía. Y te ruego, por el amor que me tienes, que no acudas a la fiesta en la gruta sagrada sin mí.
-¿Qué dices?- exclamó Isolda. -¿Qué no vaya a la fiesta de Santa Ælfreda? Mi padre estará muy enfadado si no estoy allí con las otras doncellas. Sería una gran pena que yo le decepcione de esa manera.
-No lo hagas, te lo suplico- dijo Harold. -¡No vayas a la fiesta de Santa Ælfreda en la gruta sagrada! Y si de verdad me amas, no vayas. ¡Te lo pido de rodillas! No vayas a la gruta hasta la noche de mañana.

Isolda estaba sorprendida por sus actos y sus palabras. Luego, por vez primera, pensó que él estaba celoso, lo cual le produjo un secreto placer.
-Ah- dijo ella -Dudas de mi amor- pero cuando vio una mirada de dolor asomar a su rostro agregó - como si se arrepintiera de las palabras que había dicho- ¿o es que le temes al hombre lobo?
Entonces Harold respondió, con los ojos fijos en los de ella: -Tú lo has dicho; señora, es al hombre lobo que temo.
-¿Por qué me miras de forma tan extraña, Harold? -preguntó Isolda. -Por la violenta luz en tus ojos uno casi podría decir que tú eres el hombre lobo!
-Ven aquí, siéntate a mi lado- dijo Harold, temblando -y te contaré por qué temo dejarte ir a la fiesta de Santa Ælfreda mañana a la noche. Soñé que yo era el hombre lobo. Un anciano se paró al costado de mi cama como si me arrancara el alma de mi pecho.
-¿Qué hacéis, anciano?
-'Tu alma es mía- dijo él -vivirás ahora bajo mi hechizo. Tu alma es mía.
-Tu hechizo no penderá sobre mí- grité- ¿Qué hice para que tu magia me atormente? Tú no tendrás mi alma.
-'Por esa ofensa sufrirás, y por mi hechizo conocerás el infierno. Así está decretado.

Así habló el anciano, sentí que me arrebataba el alma. Luego dijo: -Vé, busca y mata- entonces, yo fui un lobo corriendo por los páramos.
La hierba seca crujía bajo mis pasos. La oscuridad de la noche era pesada y me oprimía. Horrores extraños torturaban mi alma, que gemía y gemía en aquel cuerpo lobezno. El viento me susurraba; con miles de voces y me hablaba y decía, 'Vé, busca y mata.' Y sobre esas voces sonaba la risa horrible de un anciano. Corrí por el páramo, sin saber bien porqué lo hacía.
Llegué a un río y me arrojé en él. Una ardiente sed me consumía, y bebí las aguas del río. Había llamaradas que resplandecían a mi alrededor, y el viento silbaba, y lo que decía era 'Vé, busca y mata,' y escuché la risa del anciano en cada sombra.

Un bosque se extendía ante mí con sus figuras impenetrables: con sus cuervos, sus vampiros, sus serpientes, sus reptiles, y todas sus espantosas criaturas de la noche. Me arrojé entre las espinas, entre las hojas, las ortigas, y las zarzas. Los búhos ululaban, y las espinas lastimaban mi carne. -Vé, busca y mata- decían todos. Los conejos huían a mi paso; las otras bestias corrían en dirección contraria a la mía; toda forma de vida chillaba en mis oídos. El hechizo estaba en mí, yo era el hombre lobo.

Corría a la par del viento, y mi alma gemía en su prisión lobuna, y el viento, las aguas y los árboles me susurraban, -Vé, busca y mata, tú bestia; vé, busca y mata-
En ningún sitio había piedad para el lobo; ¿qué misericordia, entonces, podría yo, como lobo, tener? El hechizo estaba sobre mí y me llenaba de hambre y sed de sangre. Dentro de mí ser, grité: -Sangre, oh, sangre humana, que esta ira pueda ser saciada, que este hechizo pueda ser retirado.
Por ultimo llegué a la gruta sagrada. La noche cubría los álamos, los robles se henchían sobre mí. Ante mí se paró un anciano, era él, el mismo siniestro anciano, cuyo hechizo padecía. No me asustó. Todas las otras cosas vivientes huían ante mí, pero el anciano no me temía. Una doncella se paró a su lado. Ella no me veía, pues era ciega.

-Mata, mata- exclamó el anciano, señalando a la niña a su lado.

El Infierno rugió dentro de mí. La maldición me impulsaba. Salté sobre su garganta. Escuché al anciano reír una vez más, y entonces... desperté, temblando, helado, horrorizado.

Apenas Harold terminó de narrar su sueño, Alfred hizo su aparición.

-Ah, Señora- dijo él -Creo que nunca he visto un rostro tan triste.
Entonces Isolda le dijo como Harold le había rogado que no asista a la fiesta de Santa Ælfreda en la gruta sagrada.
-Esos temores son infantiles- dijo Alfred, alardeando. -Y tú sufrida, dulce señora, yo seré tu compañía en la fiesta, y un grupo de mis escuderos nos escoltarán. No habrá hombres lobo que puedan con nosotros.

Isolda rió feliz, y Harold dijo: -está bien; tú irás a la gruta sagrada, y quiera mi amor y la gracia de Dios resguardarte de todo mal.

Luego Harold fue a su morada, y dio la vieja lanza de Sigfrido a Isolda, y se la entregó en sus manos, diciendo: -Lleva esta lanza contigo a la fiesta mañana a la noche. Es la vieja lanza de Sigfrido, que es símbolo de la fuerza y la virtud.

Y Haroldo llevó la mano de Isolda a su corazón y la bendijo, y la besó en la frente y en los labios, diciendo -adiós, oh, mi amada. Cómo me amarás cuando sepas de mi sacrificio. Adiós, adiós, por siempre, oh, amada mía.
Luego Haroldo prosiguió su camino, e Isolda permaneció allí, consternada.

En la noche siguiente, Isolda fue a la gruta sagrada donde la fiesta había comenzado, y llevó la vieja lanza de Sigfrido con ella en su cinturón. Alfred la acompañaba, y varios soldados estaban tras él. En la gruta había gran alegría, y con cánticos y danzas y juegos la gente celebraba la fiesta de Santa Ælfreda.

Pero de pronto se elevó un fuerte tumulto, con gritos de ¡El hombre lobo! ¡El hombre lobo!. El terror paralizó a todos, y hasta los corazones de los hombres fuertes se helaron. Saliendo de lo profundo del bosque rugió el hombre lobo, bramando, crujiendo sus colmillos y arrojando espuma amarilla de sus fauces. Corrió derecho a Isolda, como si un poder diabólico lo dirigiese hacia el lugar donde ella estaba parada. Pero Isolda no estaba atemorizada; se irguió como una estatua de mármol y vio venir al hombre lobo. Los lanceros, soltaron sus antorchas y cubriéndose tras sus escudos, huyeron; solo Alfred se quedó ahí para dar batalla al monstruo.

Alzó su pesada lanza ante el licántropo que se aproximaba, y la lanzó contra la erizada espalda del hombre lobo, pero el arma era débil.

Luego, el hombre lobo, fijando sus ojos sobre Isolda, se preparó por un momento en la sombra. Isolda, pensando en las palabras de Harold, sacó la vieja lanza de Sigfrido de su vaina, la levantó, y con la fuerza de la desesperación la lanzó a través del aire.

El hombre lobo vio el arma brillante, y un gritó brotó de su garganta. Un grito de agonía humana; e Isolda observó en los ojos del hombre lobo los ojos de alguien que ella había visto y conocido, pero fue sólo por un instante, y luego los ojos ya no fueron humanos, sino los de una bestia feroz.

Una fuerza sobrenatural pareció impulsar la lanza en su vuelo. Con imposible precisión se enterró en la mitad de su pecho hirsuto de lobo, justo arriba del corazón, y luego, con un aullido monstruoso, el hombre lobo cayó muerto entre las sombras.

Luego, ah, luego de verdad hubo gran júbilo, y grandes fueron las aclamaciones, mientras, hermosa en su temblorosa palidez, Isolda fue llevada hasta su casa, donde la gente se congregó para dar una gran fiesta en su homenaje, porque el hombre lobo estaba muerto, y ella era quien le había matado.

Pero Isolda exclamó: -Vayan, busquen a Harold. Que venga a mí. No coman ni duerman hasta encontrarlo.
-Mi Buena señora- dijo Alfredo -¿como podría ser eso, si él ha marchado a Normandía?
-No me importa dónde esté -exclamó ella- Mi corazón sufre hasta que pueda verme en sus ojos otra vez.
-Seguramente no se ha ido a Normandía -dijo Huberto- Este vecino lo vio entrar en su casa.

Todos se apresuraron en ir, en vasta compañía, hacia allí. La puerta de su alcoba estaba cerrada.
¡Harold, Harold, vamos! -exclamaron, mientras golpeaban la puerta, pero no hubo respuesta a sus llamados y golpes. Ya con miedo, tiraron la puerta abajo, y cuando esta cayó, vieron a Harold tendido en su cama.

-Duerme- dijo uno -Vean, sostiene un dibujo en su mano, el retrato de Isolda. Qué bello está y qué tranquilamente duerme.

Pero no, Haroldo no estaba dormido. Su rostro estaba calmo y hermoso, como si soñara con su amada, pero su vestimenta estaba roja con la sangre que manaba de una herida en su pecho. Una herida horrenda, como de lanza, justo encima de su corazón.